By Joan Spínola -FOTORETOC-

By Joan Spínola -FOTORETOC-

Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



miércoles, 28 de marzo de 2018

El mundillo de la jaula 20


El Chepa
Un Reclamo de Perdiz de Capricho y Caprichoso 18

Capitulo 24

Pensaba que mi Chepa, después del largo periodo de inactividad que le esperaba hasta la llegada del nuevo celo – la mayor parte de él en el terrero, con todo un “despelecho” por medio - le sería más que suficiente para que olvidara el terrorífico susto que se pillara en Antondía. Pero no fue así.
El Chepa, por lo visto, era tremendamente rencoroso y visceral para todo, por lo que no era de los que olvidaban fácilmente. Hasta esa su fea e indeleble costumbre de mostrarse tan agrio y repelente ante la simple presencia, en especial, de alguna persona - creo que ya lo he dejado más que repetido por ahí - siempre sospeché que tenía sus raíces en algo que le debiera suceder, siendo aún un candoroso infante allá en su pueblo de Villar del Rey, bien cuando campeaba libre por aquellos campos o bien con el pastor que lo capturara o alguna otra persona, y que él creyera un furibundo ataque a guisa del que “el águila perdiguera” le propinara en el coto de mi buen amigo José Antonio Campoamor.
Pues bien, decía que El Chepa era de los que no olvidan, porque, en efecto, el primer puesto que le diera en el celo siguiente, lo dejó demostrado de forma tan patente como inapelable.
El Chepa, anteriormente a lo del águila de Antondía, cierto que muy en faena tenía que estar metido, para no mostrarse un tanto desapacible y molesto, si es que tenía ante la vista,  más o menos cercano al pulpitillo, sencilla y simplemente, algún inocente y juguetón "caramono" o alguna nómada "zíngara", que pasara por allí de camino en su andariego nomadismo, y para qué decir que si de lo que se trataba era de un zorro, "un meloncillo" o cualquier otro individuo de esos que andan libres por esos montes y que de tan dudosa catadura son, pero es que a partir del incidente de la rapaz, si es que no ante los minúsculos pajarines forestales que, en su alegre jugueteo llegaban a posarse, como tantas y tantas veces lo hicieron en su ya larga andadura de reclamo, en las ramitas que camuflaban la jaula en el pulpitillo, si es que no en la misma jaula, sí que se debió agigantar, hasta extremos insospechados, aquella su endémica desconfianza, por no de decir que su actitud era la de un vergonzosamente cagón, ante pájaros de cierta entidad corporal, como podrían ser los rabilargos, los zorzales o las aves frías, ante las que, anteriormente, aunque nunca fueron de su total agrado, pero nunca pasó la cosa de algún que otro guiño, como diciendo que cuanto más lejos mejor, pero que si había que tragar, pues adelante con los faroles, pero ya ni eso.
Quisiera concretarme, sin embargo, en uno de los puestos de aquellos primeros días de aquel celo, en el que, después de ver, en los pocos puestos dados, su nueva actitud ante cualquier visitante en el campo, pudiera cerciorarme de una vez por todas, si se había olvidado o no de aquel terrible incidente en “Antondía”, y así procuré buscar un lugar que, por ser totalmente diferente a aquel de la feroz águila, no le pudiera ayudar a recordarlo en nada, y así me fui en busca de unas barbecheras que, por desnudas y despejadas, tenían todo el cielo y la tierra por delante, por lo que, además, - dicho sea de paso - me las vi y me las deseé, para buscar un lugar apropiado en el que poder hacer el tollo, ya que por allí no había, no ya un rodal de maleza, más o menos denso, sino que
ni un maldito arbusto, tras el que poder medio camuflarme.
Por fin, pude encontrar un lindazo con crecidos y pujantes jaramagos y algún que otro cardo borriquero entre ellos, y allí me las apañé como Dios me dio a entender. No me importó, no obstante, porque lo importante y lo que yo pretendía era que aquel paraje, tanto en su configuración como en sus entornos, no tuviera absolutamente nada que ver
con aquel otro lugar de las primeras y bellísimas estribaciones de la Sierra Norte de Sevilla, allá por donde la Santísima Patrona de Lora del Río, La Virgen de Setefilla, tiene su Santuario, y que, por bravío y montaraz, también lo tienen – con perdón - las más indómitas rapaces. Y así, nada, absolutamente nada, podía haber allí que le pudiera traer a la memoria, ni remotamente, aquel inoportuno y temible ataque de aquella fiera alada, si es que no era su recalcitrante y visceral pavor.
En esta ocasión, además, ni conejos, ni liebres, ni tampoco rabilargos o avefrías, y, por descontado, ni zorros, ni otras sospechosas alimañas, sino que fueron dos urracas las que fueron a posarse por aquellos barbechos, que aún no encontrándose demasiado cercanas al pulpitillo, necesariamente tenían que hacerse visibles al que en él predicaba, por tratarse de un lugar tan desnudo y abierto. Y he aquí entonces a nuestro rencoroso Chepa, por no reiterarme en calificarlo de cagón, que, aterrorizado, se pegó a la esterilla como una lapa y como intentando esconderse en los mismos centros de la tierra. En esos instantes, mis dudas quedaron totalmente despejadas. El Chepa aún tenía grabado en lo más profundo de su alma, a aquella feroz águila que si no es por los alambres de la jaula, se lo zampa de dos bocados.
Las inoportunas y circunstanciales visitantes, sin embargo, no se hicieron pesadas en demasía, pues no tardaron en marcharse de allí en la misma forma y manera en que habían llegado. Sin moros en la costa, el atemorizado reclamo se fue incorporando como a cámara lenta, y de nuevo comenzó a marchar como "un longines". Y es que este Chepa, a pesar de los pesares, tenía mucha casta como para quedar en ridículo, se dieran las circunstancias que se dieran. El Chepa, a pesar de los pesares, era mucho Chepa.
Le tiré tres, dos machos y una hembra, que muy bien podrían haber sido cinco, si es que no me voy un tanto de ligero, dándomelas de listillo. Y es que esto de la caza del reclamo es algo tan tenso y vibrante como frágil y delicado, ya que, al menor error, te puedes quedar “a la luna de Valencia”.

Capitulo 25
He vivido insólitos casos en mis muchos años de pajarero, pero, tal vez, el más sorprendente de todos sea el que me sucediera - por supuesto que con El Chepa en el pulpitillo, y ya en los últimos años de su larga vida - en El Barranco de las Zorreras.
Era este barranco como una horripilante y descarnada cicatriz que, como suturada por un pésimo cirujano, bajaba de la cima de una de las cimbras que un cumbrero cerro tenía en su cresta, y que, en tanto que, en su nacimiento, se encañonaba a modo de desfiladero entre paredes, más o menos verticales, si bien es cierto que no demasiado profundas, conforme iba descendiendo, por el contrario, se iba ensanchando y perdiendo profundidad, aflorando en algunos tramos, ya cercanos a su desembocadura, algún que otro islote con descomunales y anárquicos “peñascotes” en su interior, a cuya providencia parecían crecer inexpugnables zarzales en promiscua convivencia con pujantes adelfas y madroñeras.
Fue en uno de estos islotes, precisamente, donde yo ubicara el tollo aquella tarde, buscando resguardarme del gélido norteño del atardecer, que si bien, por su escasa fuerza, apenas si se dejaba notar en la copa de los arbustos, no así por su malas “jindamas”, ya que se solía colar hasta la misma médula de los huesos.
Conforme fue avanzando la tarde, el frío se fue intensificando, y como yo mismo había hecho, las perdices también se fueron resguardando, amojonándose en el primer recodo que se les ofrecía, si es que no tras algún tomillo o piedra, olvidándose de campear y aún más de buscar “jarana” con el que no dejaba de retarles desde el pulpitillo.
El Chepa insistía e insistía con sus reclamos e, incluso, “picheándose” de vez en vez, con la idea de “despertar el campo de aquel su silencio y apatía”, pero por allí no había cristiano que diera señales de vida.
Empecé a aburrirme solemnemente, y tuve que entretenerme, por no ponerme a cabecear mi modorra, mirando y observando los conejos que, desde el primer momento, no dejaban de “gazapera” por los entornos del pulpitillo, totalmente felices e inocentes de todo. La mayoría de ellos eran gazapillos de pocos días, si es que no recién salidos de la gazapera, por lo que más que conejos, parecían orejudas ratas de grácil rabillo respingón y hociquillo chatungo, que jugueteaban con la ternura, inocencia y encanto, que toda criaturilla suele espejear en la primorosa estampa de su más tierna infancia.
El Chepa, por su parte, a pesar de sus muchos años y ya como de vuelta de todo, sólo toleró a regañadientes la presencia de tan inocentes criaturas, llegando, incluso, si es que veía que se entrometían demasiado en su terreno, a “rinrearles”, mirándolos como de soslayo y un tanto molesto.
En aquel mi grato entretenimiento me encontraba, cuando vi, que el trovador se abría, de repente, como una piña, comenzando a “titear” suave y delicadamente, picoteando la
esterilla. Señal inequívoca de que, aunque allí no había habido advertencia previa, debía haber visto no muy lejano a algún visitante.
Rápidamente, me puse a otear a través de la tronera, y, en efecto, pude ver como una pajarilla avanzaba en busca del galán, que, por su sensual caminar y femenino coqueteo debía estar, más que como un higo maduro, con la gotita de miel en el culo, como ya he dejado escrito por ahí que solía decir el muy tarambanas de Pepiyo “El Caenas”, diré ahora – por cambiar - lo que decía el desvergonzado de Manolo "El Calandria", que era eso mismo, pero tergiversando los términos, es decir, que debía estar con el higo maduro y con la gotita de miel en su pertinente sitio.
Parsimoniosa, sensual y rendida entró en la plaza “cuchicheando”, - cosa poco común en las hembras - en tanto que El Chepa la recibía como transpuesto en no sabría decir que éxtasis y como cerniéndose como en leves estertores de un soñado espasmo sexual.
¡Qué estampa tan indescriptible, Santo Dios! Tardío fue el lance, cierto que sí, pero, por sí solo, hubiera valido toda una temporada de fracasos y decepciones.
Aguanté el disparo cuanto pude y más, no sólo por seguir gozando de tan encantador y fascinante cuadro, sino también por no “rebañar” en el tiro algún que otro gazapillo que, en sus constantes e inquietos jugueteos, se interpusiera en el letal camino de la munición. Con la escopeta pegada a la cara, me tiré no sabría decir cuánto rato, gozando del cuadro y, a su vez, esperando el oportuno momento, hasta que, por fin, con el tacto y la prudencia que el caso requería, apreté el gatillo, y vi, un tanto sorprendido, como la perdiz, en vez de quedarse seca en el tiro, repentizaba una corta y zigzagueante carrerillla, quedando, de repente, como clueca que se echa sobre los huevos.
Dispuesto a rematarla con un segundo disparo, seguí apuntándola con la escopeta encarada, pero viendo que no se movía, desistí, pensando que estaba más muerta que un terrón.
El Chepa, después de su siempre tan elegante “mortuoria”, siguió trabajando con su proverbial entusiasmo, pero allí todo lo que había que hacer, ya estaba hecho, si es que no era seguir contemplando aquellos tan gráciles gazapillos, que si bien desaparecieron al disparo, como un puñado de moscas, pronto volvieron a aparecer por uno y otro lado. Como, por otra parte, el frío arreciaba, pues...¡manta y carretera!
Como siempre que daba por concluido un puesto, lo primero que hice también en este, ante todo y sobre todo, fue dirigirme a encapillar al enano saltarín con toda urgencia, para evitarle en lo posible sus crónicos botes, pues aunque ya bastante viejo, los seguía dando, si bien es cierto que, conforme se iba cargando de años, con menos fuerza y mayor torpeza.
Una vez encapillado, me dirigí a recoger la muerta, pero... ¡oh, sorpresa!, pues cuando me incliné para cogerla, la que parecía estar más muerta que una momia, arrancó veloz y raudo vuelo, y por allá se perdió, por aquellos cerros, como si tal cosa, en tanto que yo me quedaba mirándola con una cara de bobalicón que ni la del más bobalicón de los bobalicones. 

©José Fernando Titos Alfaro
Nº Expediente: SE-1091 -12

miércoles, 21 de marzo de 2018

Villa Santiaguista de Guadalcanal 2/5


Alternativas en la jurisdicción de la villa

III.- REFORMAS EN LA ADMINISTRACIÓN DE LOS CONCEJOS EN TIEMPOS DEL MAESTRE DON ENRIQUE DE ARAGÓN
La democracia en el gobierno de los concejos santiaguistas sobrevivió hasta los tiempos del maestre don Enrique, Infante de Aragón, quien sustituyó este modelo por otro de carácter oligárquico (Establecimientos y Leyes Capitulares aprobadas en el Capítulo General de Uclés en 1440). Por tanto, se instauró una nueva fórmula para el nombramiento de oficiales concejiles, pasando de un sistema de elección abierto a otro minoritario, con la exclusiva intervención de alcaldes, regidores y algunos vecinos de los más influyentes (Rodríguez Blanco, 1985). Complementariamente, para corregir las posibles arbitrariedades de la nueva oligarquía concejil, en el seno de la Orden aparecieron dos nuevos oficios: el gobernador y el alcalde mayor provincial, preferentemente asentados en Llerena o en Mérida, aunque estaban obligados a visitar periódicamente los concejos.
Las Leyes Capitulares aprobadas por el infante-maestre también se ocuparon del reparto de oficios concejiles, distribuyéndolos entre hidalgos y pecheros. Sobre la idoneidad de estos últimos, se establecía una serie de incompatibilidades, no pudiendo ostentar cargos concejiles arrendadores de rentas y abastos, escribanos, clérigos, tejeros, carpinteros (...) y hombres que anden a jornal y de otros oficios bajos. Por lo tanto, a partir de 1440 se asentaron las bases para el desarrollo de la oligarquía concejil, ratificadas posteriormente por Alonso de Cárdenas (último de los maestres de la Orden de Santiago) y por los Reyes Católicos. Su carácter oligárquico quedó reafirmado tras las Leyes Capitulares sancionadas por Felipe II, según se tratará a continuación.

IV.- REFORMAS DE FELIPE II EN LA ADMINISTRACIÓN LOCAL
Más dramáticas, en lo que a pérdida de autonomía y democracia en el nombramiento de oficiales del concejo se refiere, fueron las disposiciones tomadas en tiempo de Felipe II. Por la Ley Capitular de 1563 se regulaba el nombramiento de alcaldes ordinarios y regidores de los pueblos de Órdenes Militares, ampliando las competencias de los gobernadores y anulando prácticamente la opinión del vecindario en la elección de sus representantes locales. La Real Provisión que autorizaba estos recortes decía así:
"Don Felipe por la gracia de Dios Rey de Castilla, León, (...), Administrador perpetuo de la Orden, y Caballería de Santiago (...) a nuestro gobernador, o Juez de Residencia, que sois, o fueredes de la Provincia de León, a cada uno, y qualquiera de vos; sabed, que habiéndose hecho Capitulo General de la dicha Orden, que últimamente se celebró, en el que se hizo una Ley Capitular a cerca del orden que se ha de tener en la elección de Alcaldes Ordinarios y Regidores (...) habemos proveído, y mandamos, que aquello se guarde, cumpla y execute inviolablemente, según más largamente y en la dicha provisión se contiene (...) Por quanto por experiencia se ha visto, que sobre la elección de los Alcaldes Ordinarios y Regidores de los Concejos de las Villas y Lugares de nuestra Orden, ha habido y hay muchos pleitos, questiones, debates y diferencias, en que se han gastado y gastan mucha cuantía de mrs., y se han hecho y hacen muchos sobornos y fraudes (...): Por tanto, por evitar y remediar lo suso dicho, establecemos y ordenamos, que de aquí adelante se guarde, y cumpla, y tenga la forma siguiente (...)"
Sigue el texto, ahora considerando otras disposiciones complementarias. Así, se ordenaba al gobernador (el de Llerena, en nuestro caso) personarse en las villas y lugares de su jurisdicción para presidir y controlar el nombramiento de los nuevos oficiales. Para ello, en secreto y particularmente, este representante real debía preguntar a los oficiales cesantes sobre las preferencias en la elección de sus sustitutos. El mismo procedimiento lo empleaba interrogando a los veinte labradores más señalados e influyentes del concejo, y a otros veinte vecinos más. Recabada dicha información, también en secreto dicho gobernador proponía a tres vecinos para cubrir los dos puestos de alcaldes ordinarios y a otros dos más por cada regiduría, teniendo en cuenta que no podían concurrir en esta selección un padre y un hijo, o dos hermanos. Es decir, a partir de esta fecha el nombramiento de oficiales concejiles (alcaldes y regidores) quedaba en manos del gobernador de turno, y no en la de los vecinos más representativos de los concejos, la oligarquía concejil instaurada desde los tiempos de don Enrique de Aragón en1440.
El proceso terminaba el día en el que cada concejo tenía por costumbre efectuar la elección anual de sus oficiales, por aquellas fechas generalmente fijadas para la Pascua del Espíritu Santo. En dicha fecha, en presencia del escribano se hacía llamar a un niño de corta edad para que escogiese entre las bolas que habían sido precintadas por el gobernador en su última visita, custodiadas desde entonces en un arca bajo tres llaves. La primera bola sacada del arca de alcaldes correspondía al alcalde ordinario de primer voto y la otra al del segundo, quedando en reserva un tercer vecino para cualquier eventualidad que pudiera presentase, escogiéndose igualmente y por el mismo procedimiento a los regidores. No obstante, la Ley Capitular respetaba la costumbre que ciertos concejos tenían en la elección de sus oficiales entre hidalgos y pecheros, por mitad de oficios, como ocurría en Guadalcanal, por lo que en este caso era necesario disponer de cuatro arcas: una para la elección de alcalde por el estamento de hidalgos o nobles, otra para el alcalde por el estado de los buenos hombres pecheros, la tercera para regidores por el estamento de hidalgos y la última para la elección de regidores representantes de pecheros o pueblo llano.
Siguiendo con las reformas de Felipe II, las restricciones en la autonomía municipal se incrementaron por otra Cédula Real, ésta de 1566, que limitaba las competencias jurisdiccionales de los alcaldes, al entenderse que la justicia ordinaria o de primera instancia no se administraba adecuadamente. En efecto, hasta 1566 los alcaldes ordinarios de los concejos de la Orden de Santiago tenían capacidad jurídica para administrar la primera justicia o instancia en todos los negocios y causas civiles y criminales que se presentasen en su término, quedando las posibles apelaciones en manos del gobernador de turno. Esta primera justicia era próxima, rápida y poco gravosa para las partes, pero también es cierto que podía ser arbitraria, máxime cuando generalmente los alcaldes, aparte no ser entendidos en leyes, solían sentenciar declinándose en favor de los más afines o allegados. No obstante, las partes litigantes podían recurrir ante el gobernador en el caso de que una de ellas no estuviese de acuerdo con la sentencia de sus alcaldes, poniendo en manos del gobernador la revisión de la misma. En definitiva, se podía recurrir, aunque la apelación conllevaba cuantiosos gastos administrativos y otras costas añadidas, que hacía casi inviable el recurso de los vecinos con escasa hacienda, especialmente si tenemos en cuenta que los acusados, para librarse de las penas o sanciones impuestas por los alcaldes, quedaban obligados a demostrar su inocencia, a hacerse representar por procurador y abogado, así como a asumir las costas de escribanos, notarios y otros actos de justicia.
Las anomalías anteriores debían estar generalizadas en los concejos de los territorios de Órdenes Militares, por lo que Felipe II, mediante la citada Real Provisión de 1566 pretendía cortar con ellas. A modo de resumen, tres son los aspectos más importantes a considerar en esta Real Provisión:
- En primer lugar, se determinaba que en las cabeceras de partido -en el caso de la Provincia de León de la Orden de Santiago establecidas desde 1563 en Llerena, Mérida, Jerez, Hornachos y Segura- no se nombrasen alcaldes ordinarios, quedando sus funciones asumidas por los gobernadores o alcaldes mayores nombrados en dichas villas cabeceras.
- Por otra parte, serían los gobernadores y sus alcaldes mayores quienes en adelante entenderían en la administración de todo tipo de justicia, bien de oficio o a requerimiento de las partes.
- Finalmente, se advertía que si las partes no se dirigían en sus litigios al gobernador o alcalde mayor, o éstos no la asumían de oficio, los alcaldes ordinarios podrían intervenir en primera instancia, dejando, si procedía, la apelación en manos de los gobernadores y alcaldes mayores.
Estas decisiones fueron acatadas por los súbditos de las Órdenes Militares, aunque no de buen grado, pues estimaban que si bien se subsanaban ciertos vicios locales en la administración de justicia, la intervención de los gobernadores, alcaldes mayores y del séquito de funcionarios del que solían acompañarse (alguaciles, escribanos y procuradores) elevaban las costas de justicia generalmente muy por encima del daño que se pretendía subsanar. En definitiva, también era arbitraria, dado que la mayoría de los vasallos no disponía de los recursos económicos para afrontar las correspondientes apelaciones.
Por ello, durante los años que siguieron a la promulgación de la citada Real Provisión de 1566, los concejos –en especial los vecinos más influyentes- mostraron su disconformidad, reclamando nuevamente la jurisdicción suprimida a sus alcaldes. No parece que fuese el clamor del pueblo la circunstancia que indujo a la Corona a considerar dichas peticiones. Más bien encontramos en los agobios financieros de la Hacienda Real la causa de esta falsa merced, cuando Felipe II, volviendo sobre sus pasos, firmó en 1588 otra Real Provisión, ahora devolviendo la primera justicia o instancia a los alcaldes ordinarios de los concejos, por el “módico” precio de 4.500 maravedís por vecino. Para esta falsa merced el monarca utilizaba los mismos argumentos que en 1566, pero ahora justo en el sentido contrario.

Revista de Feria y Fiestas 2009
Manuel Maldonado Fernández

miércoles, 14 de marzo de 2018

El mundillo de la jaula 19



El Chepa

Un Reclamo de Perdiz de Capricho y Caprichoso 19


Ariculo 23

Transcurría el último día del periodo hábil de la caza de la perdiz con reclamo, por lo que "el enano saltarín" terminaba de cumplir - quiero recordar - el octavo o noveno celo. No obstante y a pesar de su ya avanzada edad, aún seguía manteniendo la arrogancia, la gallardía y la generosidad que demostrara haber tenido siempre, aunque también debemos decir, para ser sincero al completo, que seguía siendo, asimismo, tan saltarín como siempre y, obviamente, tan enano.
Ese día, un incidente que, no por repetido con cierta frecuencia con los predican desde el pulpitillo, dejara de cogernos en ropas menores, hizo que El Chepa terminara con la cabeza, no ya como la de un Santo Cristo, coronado de espinas, - que era además como solía terminar cada celo - sino como la de cualquier lapidado, que muriera con la cabeza machacada a peñascazos.
Había sido invitado, ese día, como fin de fiestas de ese celo, a cazar el pájaro a “Antondía”, por mi estimadísimo amigo José Antonio Campoamor en su compañía, tan grata siempre para mí, porque es que Campoamor además de ser todo un caballero, con gigantes mayúsculas, y la más buena y mejor persona del mundo entero, siempre supo ser, como nadie, un fiel y buen amigo de sus amigos.
Copropietario de la preciosa finca de Antondía, junto a dos de los hermanos Martínez Legaz, Alfonso y Antonio, conocidos en Lora del Río, donde vivían, con el apelativo de
"Los Murcianos", no pasaba ni un solo celo que no me obligara prácticamente, que no ya sólo eso de invitarme, a acudir a cazar el pájaro en su compañía, aunque sólo fuera un día.
Se encuentra ubicado este coto en las primeras estribaciones de la bellísima Sierra Norte de Sevilla, allá por la carretera que conduce al muy montaraz como bello paraje, en el que está ubicada La Ermita de la Patrona de Lora del Río, La Santísima Virgen de Setefillas. Cierto que Antondía, en sus arranques, a corta distancia del legendario Guadalquivir, tiene una afable y extensa entrada, que llanea ondulante en suaves lomas, y que había sido roturada, haciendo de ella un verdadero jardín, con cientos y cientos de
melocotoneros tempranos que, por cierto, en la época del pájaro, al estar en flor, hacía de él un idílico paraje del paraíso. A partir de ahí, y conforme se va adentrando en dirección a la fincas colindantes de La Minilla y Las Francas, las estribaciones se van haciendo más y más bravías y abruptas, así como más y más enmarañadas de impenetrables por el promiscuo matorral en total libertinaje, entre el que, en más o menos cantidad, sobresalían impresionantes y centenarias encinas, así como la verde y vivificante llamarada de gigantescos y briosos pinos piñoneros.
El día, ya en las últimas boqueadas del Otoño, prácticamente era un luminoso y templado día de la envidiable Primavera de Andalucía, por lo que las panorámicas, que a la vista se ofrecían, ante aquellas lontananzas inalcanzables, eran las de un bucolismo tan impresionante como de agreste primitivismo.
Iba junto a mi anfitrión y excelente amigo José Antonio Campoamor en su "todoterreno" en busca del puesto, que no cabía de felicidad en el coche. Felicidad esta que se me agigantaba, haciéndoseme aún más esperanzadora, a su vez, cuando veía a tramos, más o menos largos, alguna que otra collera de perdices, apegadas a las cunetas del carril, y que al paso del coche, ni siquiera se volaban, sino que, un tanto huidizas, eso sí, repentizaban una carrerilla, hasta alcanzar una prudencial distancia, para continuar en su apacible campeo.
-Están muy acostumbradas a ver “carrilear” los coches por aquí.- Me comentó Campoamor, cuando le dije que, siendo por lo común tan bravías y espantadizas las perdices de sierra, las de aquellas sierras, sin embargo, me parecían demasiado mansas.
En eso estábamos, cuando mi anfitrión paró el coche y, señalándome, a través del parabrisas, dos impresionantes pinos bastante cercanos, me dijo que buscara por aquellos entornos el sitio que me pareciera más apropiado, porque el lugar, además de ser muy querencioso para las perdices, estaba prácticamente virgen, ya que sólo se había dado un puesto en él y allá a principio de celo.
-¡Vale!.- Asentí, echándome fuera del coche sin pensármelo.
Me quedé mirando el paraje, y me pareció, en efecto, la mar de atractivo.
-Un lugar, ciertamente, tan bravío como encantador.-
Añadí, dispuesto a recoger el pájaro y los bártulos del coche.
-Yo voy a seguir ahí un poco más adelante.- Me dijo mi anfitrión.- Me pasaré a recogerte a esto de las doce o doce y media.-
Nos deseamos - ¿cómo no? - mutua suerte, y hacia los pinos me dirigí, atrochando por una pequeña y selvática ladera de jaras.
Como en la cimbra entre las jorobas de un camello, había una afable y elevada plazoleta, que clareaba entre anárquicas y desperdigadas matas de jaguarzo, sirviendo como de unión a las dos redondeadas colinas de escasa entidad, cuyas laderas eran una prieta jungla de libertino matorral de monte bajo, entre el que se elevaba, con impresionante señorío, algún que otro pino de lujurioso verdor.
Una vez dentro del tollo, me sentí tan feliz como, según se dice, deben sentirse los que van al Cielo, pues todas las circunstancias parecían haberse puesto de acuerdo para contribuir a ello. Aquel inmaculado azul de un cielo que daba la sensación de estar regalando luz a manos llenas. Aquel inmenso remanso de quietud, paz y silencio que reinaba por doquier. Aquellos minúsculos pajarillos forestales jugueteando, caprichosos y candorosos, entre la primitiva maraña de tan libertina maleza. Aquel misterioso e idílico rumor de lontananzas infinitas que, por imperceptible, más que oír con los oídos del cuerpo, había que intuir con los del alma. Todo hacía que, siendo, ante todo y sobre todo, un apasionado amante de la Naturaleza más indómita, me sintiera como un emperador en su trono.
En mi místico éxtasis me encontraba, al tiempo que mi corazón palpitaba al ritmo que le marcaban los encantadores cantos de mi Chepa, cuando veo que, de repente, “un águila perdicera”, con las pérfidas intenciones del mismo Satanás que escapara de los infiernos, caía en un picado de vértigo sobre la jaula del trovador, quedando con las garras aferradas a los alambres de su cúpula y arropándola con sus diabólicas alas, al tiempo que intentaba arrancarla de allí, para llevársela por los aires, Dios sabría donde, anhelando el sabrosísimo bocado que tal ave debía tener.
Con las angustiosas premuras que el caso requería, salté del tollo, acudiendo desesperadamente para espantar de allí a tan temible y feroz rapaz, pero tan encelada estaba sobre su presa, que aguantó temerariamente hasta que sintió mi mano sobre sus plumas. Dando desatentados y alocados aletazos por el suelo en su precipitada huida, por fin, pudo arrancar vuelo, perdiéndose por aquellos transparentes e infinitos horizontes como alma que lleva el demonio.
Fue cosa de unos instantes tan solo, pero los suficientes para que el pobre del Chepa, aterrorizado, diera tan espantosos saltos, que cuando fui a ponerle la sayuela, allá estaba jadeante y abatido sobre la esterilla y sangrándole la cabeza como si se la hubieran lapidado impíamente. Y es que ya llovía sobre mojado. A lo de la cabeza me refiero.
De momento, mi huraño y díscolo, pero entrañable Chepa salvó el pellejo, pero a buen seguro.- Pensé.- que, a partir de tan macabro incidente, el que tan poco dado fue siempre a recibir visitas, no las querría ver, en adelante, ni a mil kilómetros a la redonda. La cosa, en adelante, para él.- Llegué a sospechar.- eso de llegar a ver algún bulto sospechoso, bien en tierra o en el cielo, ya sería mucho más que eso de mentar la cuerda en la casa del ahorcado.
Un incidente este, ciertamente, desafortunado, en un día que tan felices me las prometía, y que, a su vez, puso el punto final a aquella tan vibrante temporada de la caza de la perdiz con reclamo, ya que no quedé con ánimos como para salir por la tarde con “El Granaino”. Claro que, por otra parte, el ágape que me organizaron en el cortijo Los Murcianos y Campoamor, cuando a esto del mediodía, todos los pajareros fuimos confluyendo a él desde nuestros respectivos “puestos”, nos dejó a todos, más que para salir al campo, para amodorrarse en un sillón, a cabecear a aquel vinillo “pailón” (del pueblo extremeño de Ahillones) que, junto al cordero y demás exquisiteces, nos dejaron "espatarrangaos", que dicen los castizos hijos de Andalucía.

©José Fernando Titos Alfaro

Nº Expediente: SE-1091 -12

miércoles, 7 de marzo de 2018

Villa Santiaguista de Guadalcanal 1/5


Alternativas en la jurisdicción de la villa

I.- INTRODUCCIÓN
El Archivo Municipal de Guadalcanal (AMG) es uno de los más ricos en fondos documentales de entre los existentes en los pueblos que en su día formaron parte de la Provincia de León de la Orden de Santiago en la Extremadura leonesa. En él se custodian miles de documentos mediante los cuales el investigador puede llegar a conocer con bastante fidelidad la realidad histórica de esta villa, así como la de la Orden de Santiago a lo largo de los siglos XV, XVI, XVII y XVIII, hasta la desaparición de la jurisdicción civil y religiosa de esta institución en el último cuarto del XIX.
Por las referencias que disponemos, al parecer sólo los guadalcanalenses Muñoz Torrado (1918 y 1922), Porras Ibáñez (1970) y Andrés Mirón (2006) lo han consultado con cierto detenimiento, dando como fruto sendos libros, sin descartar visitas puntuales y circunstanciales de otros investigadores locales y foráneos.
Es tal su riqueza documental que, después de un centenar de visitas durante los años que llevamos del presente siglo, este cronista –foráneo, pero muy próximo por su origen y por la identificación con la realidad histórica de la villa, plasmada en una docena de artículos sobre su Historia- se sorprende gratamente con algún documento interesante cada vez que hace una nueva incursión entre sus fondos.
Sería, por lo tanto, prolijo enumerar o hacer una descripción de su contenido. Sin embargo, no me resisto a citar algunos de los documentos que, a mi entender, son los más importantes y representativos para comprender la Historia de Guadalcanal. No obstante, se ha de advertir que algunos de ellos, por desgracia, no se encuentran entre los de su fondo. En cualquier caso, por orden cronológico es preciso resaltar:
- El más antiguo de ellos, que se corresponde con un pergamino de 1523, basado en hechos de 1463. Este documento recoge cierta concordia entre la Orden de Santiago y el concejo de Guadalcanal, por una parte, y, por la otra, los concejos de Sevilla y Cazalla. Para este efecto, la Orden se hizo representar por el entonces Comendador Mayor de León y posteriormente Maestre, Alonso de Cárdenas, siendo el asunto a consensuar el uso y disfrute de los abrevaderos de la Rivera del Benalija, entonces frontera natural entre los territorios de la Orden en Extremadura y los del Reino de Sevilla (1) .- El siguiente corresponde a 1494. En él se pone de manifiesto que los Reyes Católicos corroboraron todos y cada uno de los privilegios concedidos por los maestres santiaguistas a Guadalcanal, compromiso similar al que también asumieron con cada uno de sus otros concejos, una vez que a la muerte de Alonso de Cárdenas en 1493, estos católicos monarcas se posesionaron de la administración directa de la Orden de Santiago (2).
- El tercero, probablemente de 1522, corresponde a la confirmación de las ordenanzas municipales de Guadalcanal por parte de Carlos V. Este importante documento en pergamino no se localiza hoy en Guadalcanal, sino que pertenece a la Biblioteca Lázaro Galdiano (3), donde tuve la oportunidad de ojearlo y, una vez constatada la importancia del mismo, sugerir a las autoridades municipales de esta localidad que se hiciesen con una copia digitalizada del mismo, proposición que fue aceptada (4).
- El cuarto, de 1540, tampoco se localiza en nuestro archivo. Se trata del documento de venta al Hospital de las Cinco Llagas de la ciudad de Sevilla de la mitad de los derechos de vasallaje imputables a los vecinos de la encomienda de Guadalcanal y, asimismo, la venta a esta institución piadosa y hospitalaria de la totalidad de los derechos de vasallaje que los guadalcanalenses estaban obligados a pagar a la Mesa Maestral (5).
- Otra circunstancia importantísima para la villa tuvo origen en 1555, a raíz del redescubrimiento de sus famosas minas de plata. Sobre este particular, en nuestro archivo sólo se localizan noticias inconexas. Sin embargo, en el Archivo Histórico Nacional, y en el General de Simancas, se custodian cientos de documentos sobre este asunto, magníficamente recogidos por Tomás González (1821), contextualizados con el resto de la minería española durante el Antiguo Régimen por Sánchez Gómez (1985) y oportunamente puestos a disposición de los guadalcanalenses por Ignacio Gómez (6) .
- El último de los que vamos a considerar corresponde a 1592 y es precisamente el que sirve de soporte para este artículo. Se trata de un documento que justifica la exención jurisdiccional de Guadalcanal con respecto al gobernador de Llerena, asunto que necesita de una mayor explicación por tratarse de una cuestión de mucha importancia para la villa  (7).
En realidad, profundizando sobre este último documento, más que comprar la jurisdicción lo que tuvo que hacer el concejo de Guadalcanal en 1592 fue recomprarla a Felipe II, una vez que este monarca, en ese afán recaudatorio que caracterizó a la hacienda pública durante su reinado, le quitó dicha competencia jurisdiccional a sus alcaldes en 1566, justamente la misma que en 1592 consiguió venderles. Los documentos que se utilizan como base para este artículo son conocidos por los guadalcanalenses interesados en el estudio de la historia local, pues ya Muñoz Torrado (1922), entendiendo que se trataba de un asunto importante para los guadalcanalenses, sin ninguna explicación los incluyó como anexos a su libro sobre la feria de Guaditoca.
Pues bien, para comprender en su verdadera dimensión el significado y contenido de dichos documentos hay que profundizar algo más en el tiempo y trasladarse a los orígenes del concejo del Guadalcanal santiaguista (finales del XIII o principios del XIV) y analizar su evolución hasta 1592.

II.- EL GOBIERNO DEL CONCEJO DE GUADALCANAL HASTA 1440
Desde sus orígenes santiaguistas y hasta 1440, el concejo de Guadalcanal, como el de cualquier otra villa de dicha Orden y en la época considerada, se gobernaba democráticamente por el conjunto de sus vecinos, teniendo todos a título individual capacidad jurídica para elegir oficiales concejiles (alcalde, regidor, sesmero, mayordomo, alguacil…), ser elegido y asistir a sus plenos, pues las juntas de cabildo siempre eran abiertas (Rodríguez Blanco, 1985). Igualmente dicho concejo, como también era usual entre los pertenecientes a la Orden de Santiago, se gobernaba siguiendo los privilegios particulares que esta institución concedió a título particular a cada uno de ellos en función de sus méritos y, de forma general, según las directrices recogidas en los Establecimientos y Leyes Capitulares santiaguistas, una especie de compendio legal de esta institución religiosa y militar, similar a lo que hoy responde al nombre de fuero.
El marco legal citado determinaba una elevadísima autonomía municipal, teniendo alcaldes y regidores capacidad jurídica para gestionar el concejo como hoy se sigue haciendo, además de otras competencias añadidas. Estas últimas les facultaban para repartir las tierras concejiles y los impuestos entre los vecinos, fijar el precio de los bienes de consumo (carne, aceite, vino, manufacturas del calzado, del cuero, prendas de vestir…), determinar cuáles de los artículos producidos en el término se podían exportar y cuáles se podían importar, establecer el salario de los jornaleros, mozos y artesanos, estipular la calidad mínima en los artículos de consumo, defender el medio natural, repartir las aguas, regular la caza y la pesca…
En efecto, cada concejo funcionaba como una entidad independiente desde el punto de vista jurisdiccional y económico, que no solamente prohibía a los forasteros el uso de sus tierras, sino que incluso regulaban la exportación de los servicios, bienes de producción y de consumo generados en su término comunal, así como la importación de otros que pudieran competir con los producidos internamente. Es decir, los concejos funcionaban como subsistemas de producción cerrados, sólo abiertos en los baldíos compartidos con otros concejos, o para cubrir el déficit o superávit local (Maldonado Santiago, 2005).
Tanto era así que, en los aspectos puramente civiles, por encima de los oficiales concejiles sólo se reconocía la autoridad del maestre, la máxima dignidad de la Orden. No obstante, este mandatario contaba con la colaboración de ciertos alguaciles y de un equipo de inspectores o visitadores, enviando periódicamente a estos últimos a cada pueblo para comprobar si se gobernaban según lo prescrito, para mediar ante los conflictos que pudieran surgir entre encomiendas y concejos y, dentro de estos, entre sus distintos vecinos. Mientras tanto, entre visita y visita, eran los dos alcaldes ordinarios nombrados democráticamente quienes administraban la justicia en primera instancia, dejando pendiente los posibles recursos para cuando apareciese por el pueblo alguna de las autoridades santiaguistas señaladas.
Los oficiales concejiles en las villas santiaguistas solían ser:
- Dos alcaldes ordinarios o justicias, a quienes se les responsabilizaban de administrar la justicia ordinaria en primera instancia, quedando las apelaciones, como ya se ha dicho, en manos del maestre o sus representantes.
- Cuatro regidores, quienes junto a los dos alcaldes gobernaban colegiadamente el concejo. Entre ellos se solía nombrar al regidor mesero, u oficial que por rotación mensual se encargaba más directamente de los asuntos de abastos y policía urbana.
- Aparte se nombraban a otros oficiales concejiles, sin voz ni voto en los plenos, como el alguacil (ejecutor de las penas y condenas establecidas por los alcaldes u otras autoridades), el mayordomo de los bienes concejiles (encargado de las cuentas, aunque éste, como circunstancia diferencial en Guadalcanal, con voz y voto en los plenos), los almotacenes (responsables de la fidelidad de pesos y medidas), el sesmero (repartidor de las tierras comunales y también con competencias en el señalamiento de caminos y veredas), los escribanos, etc.
- Por último, ciertos sirvientes concejiles como porteros, pregoneros, guardas de campo, pastores, boyeros, yegüerizos, porqueros, etc.
Los plenos debían celebrarse semanalmente, siendo obligatoria la asistencia y puntualidad de sus oficiales. En sus sesiones solían tratarse asuntos muy diversos. Por ejemplo:
- Se nombraba al regidor mesero, con la obligación de permanecer en el pueblo o en sus ejidos, pernoctando en cualquier caso en la localidad.
- Se designaban a los oficiales y sirvientes municipales precisos para el mejor gobierno y la administración del concejo.
- Se tomaban decisiones para la distribución de las tierras concejiles y comunales, que representaban más del 90% de las incluidas en cada término.
- Se constituían ciertas comisiones para resolver anualmente asuntos tales como visitar las mojoneras del término, repartir entre el vecindario los impuestos que les afectaban (alcabalas, servicios reales, etc.) y nombrar mediante subasta pública abastecedores oficiales de los artículos de primera necesidad (aceite, vino, pescado, carne, etc.)
- Se daban instrucciones para regular el comercio local, fijando periódicamente los precios de los artículos de primera necesidad y controlando los pesos, pesas y otras medidas utilizadas en las mercaderías.
- Se regulaba la administración de la hacienda concejil, nombrando a un mayordomo o responsable más directo.
- Se tomaban medidas para socorrer a enfermos y pobres, así como otras tendentes a fomentar la higiene y salud pública, o para proteger huérfanos y expósitos…

(1)AMG, leg. 1644.
(2) Íbidem.
(3)Sign. M -35; Inventario 15219; Ms.394.Bibl.:Paz: Colección Lázaro Galdiano, núm. 248.
(4)En el AMG, en su legajo 144 se localiza una copia de las citadas ordenanzas, una vez confirmada por Carlos II en 1666.
(5)ADPS, Sec. Hospital de la Sangre, leg. 12.
(6)Agradecemos al guadalcanalense IGNACIO GÓMEZ la digitalización de estos documentos en www.guadalcanalfundacionbenalixa.blogspot.com
(7)Aparte los documentos II, III, IV y V incluidos en su obra por MUÑOZ TORRADO (1922), igualmente digitalizados por IGNACIO GÓMEZ, pueden consultar un traslado de los textos originales localizados en el AMG, leg. 574.
  
Revista de Feria 2009
Manuel Maldonado Fernández