By Joan Spínola -FOTORETOC-

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Villa de Guadalcanal.- Dió el Sr. Rey D. Fernando a Guadalcanal a la Orden de Santiago , e las demás tierras de la conquista, e de entonces tomó por arma una teja o canal, e dos espadas a los lados como así hoy las usa.



sábado, 30 de julio de 2016

Relatos de Caza a la luz del candil 3

Una valiosa joya en bruto (3)

Desde el primer instante en que la perra cayera en mis manos, una idea, como de piñón fijo, comenzó a perseguirme: la de enseñar a cazar a tan preciada y encastada cachorra, según mi saber y entender, y, por supuesto, que echando en ello el resto. Sus seis meses de edad, por otra parte, eran el preciso y oportuno momento de partida en tan delicada y ardua tarea, y aún más sabiendo aquello "de que lo que de potro se aprende, de caballo no se olvida". Y es que la veía como una valiosísima joya, pero en bruto, por lo que no me llegó a pasar por la cabeza ni la sombra de la duda de que merecía todo mi sacrificio y saber en este su adiestramiento, así como aplicar en él, absolutamente y sin escatimar, toda mi "pedagogía" de visceral cazador, puesto que yo, en esto de "las pedagogías," - cinegéticas o no - algo debía de saber, siendo como era un Pedagogo no sólo profesional, sino, ante todo y sobre todo, vocacional, y es, precisamente, por esto por lo que me jacto aquí de Pedagogo, que no, claro está, por estar profesionalmente dedicado a la Enseñanza, Educación y Formación de los niños. Quiero decir que Pedagogo debí ser concebido ya en el vientre de mi santa madre, puesto que tanto me subyugó siempre enseñar a mis alumnos la buena educación y las buenas maneras, así como el buen y bien hacer en todos los casos, fueren de lo que fueren.
A modo y manera del niño que, encaprichado de un anhelado juguete que, Los Reyes Magos terminan de dejarle en los zapatos, se encuentra al acecho de la menor oportunidad para disfrutar de él, así era, más o menos, como estaba yo con mi Diana. Así que, sólo a los dos o tres días de estar a mi lado y en familia y, habiéndome ya captado su cariño, decidí, por puro capricho y sólo por el anhelo de verla, meterla en el monte, si bien allí mismo, en las mismas esquinas del pueblo, por supuesto, que no con la idea de cazar, por lo que iba, no ya sin mis ropas de cazador, sino que tan ni siquiera con la escopeta.
Desde el primer momento que pisó el campo, siéndole un medio totalmente desconocido, le afloraron sus naturales instintos cinegéticos, demostrando, inequívocamente, que había venido a este mundo, sólo y únicamente, por la caza y para la caza. El solo hecho de verla rastrear zigzagueante de acá para allá, convertida en un incontenible y arrollador torbellino, ya era una verdadera bendición para el corazón de cualquier cazador, sólo y sin más, por la energía y viveza, si es que no por la maestría, con que lo hacía.
Cierto, por otra parte y a su vez, que también llegué a atosigarme, pensando en el problema que me podría suponer el poder llegar a dominar a aquella electrizante, incansable, descontrolada y como enloquecida máquina viviente que, con la nariz pegada al suelo y como materialmente arrastrada por sus increíbles e instintivos vientos, zigzagueaba entre el tupido matorral, capaz de llevarse por delante al mismo Satanás que se le hubiera puesto por delante.
Sabía que si "la muestra", como tal, era en ella algo innato, “la maestría” que debía poner en ella en relación al cazador que la seguía, ya era harina de otro costal. Y, efectivamente, a partir de ese día, con augurios tan prometedores, estudié con minuciosidad los pasos a seguir al respecto, para echar en ellos todo el tiempo que fuere menester, sin el menor titubeo.
¡Cuánto me costaría que se aviniera a razones bajo este concreto aspecto! Voces y más voces, órdenes y más órdenes que, aunque fingidas, las solía dar en tono de inquisitorial severidad, y es que aquella su innata pasión por la caza la tentaba con tal fuerza, que parecía imposible poder contenerla, para meterla en vereda, procurando que rastreara, lógicamente, es a la debida distancia y nunca fuera de tiro.
Cierto que era una explosiva máquina viviente, rebosante de pasión, de vitalidad y de energía, que no por ello, dejaba de ser el animal tan sumamente sensible y sumiso que era, por lo que, cada vez que acataba alguna de mis mandatos, se lo solía premiar con las más mimosas caricias y los más dulces requiebros, procurando inspirarle, no sólo confianza, sino verdadero cariño. ¿Quién dijo aquella blasfemia de que la letra con sangre entra...? Por lo menos nadie que tuviera un mínimo de dignidad, de vergüenza, de sentimiento y de humanidad.
No tardaría en conseguir su obediencia y su cariño. - y casi a la perfección - pues tan noble, tan inteligente y tan agradecido animal, aún siendo de un carácter tan enérgico y explosivo, no sólo terminó asimilando mis enseñanzas y obedeciendo mis órdenes con la más presta de las sumisiones, sino que, incluso, cuando sospechaba que se había excedido en los límites, me solía mirar como queriéndome decir que perdonara. Si, por contra, le llegaba a sus oídos algunas de mis “regañinas”, aunque siempre envueltas en dulce severidad, entonces el noble animal se frenaba en seco, si es que no volvía hacia mí y, empalagosa y sumisa, se me ponía a los pies, y en tanto yo la acariciaba y la piropeaba, procurando siempre extremar mi dulzura, ella tumbada patas arriba, me lamía las manos, profundamente agradecida y gimoteando su incontenible gozo.
Otro de mis primordiales objetivos en esto de su adiestramiento fue el que aprendiera a "cobrar", para que, lejos de mostrarse "de boca dura" y como una cazadora, más o menos, independiente y árida, acudiera presta, alegre y generosa a entregar la pieza abatida al amo casi sin morderla.
Para lo cual y como preámbulo de la hora de la verdad, me ideé dos burdas pelotas de trapos viejos, recubriendo una de ellas con la piel de un conejo, y la otra con plumas de perdiz, debidamente cosidas y con cierta consistencia, y, cada tarde, cuando salía de La Escuela, allá me iba con la cachorra a un abandonado y amplio solar, que frente a mi casa había, y en él le hacía "sudar la gota gorda", lanzándole, indistintamente, una u otra pelota, para que, a guisa de juego infantil, corriera a por ellas, para traérmelas sin titubeos ni la menor demora.
No podía saber si, para ella, esto era el juego que yo presumía, pero lo cierto era que, desde la primera vez, que le lanzara una de estas pelotas, escapó en busca de tal "engañifa" con la solicitud y anhelo de cualquier niño, que corre tras de un balón, para que, una vez que la tenía atrapada en la boca, acudir a mí, explosiva de felicidad, a entregármela. Y de nuevo, rápidamente en posición, dispuesta a acudir a un nuevo lanzamiento. Ante tan prometedora actitud y a los pocos días en que comenzáramos con aquel juego, decidí coger la escopeta y un puñado de cartuchos, y acudir con "la aprendiz" a alguno de los eriazos de las cercanías del pueblo, con la idea de hacerle aquel mi engaño lo más real posible, lanzando, asimismo, una u otra pelota al aire o por el suelo, como corriendo como un conejo que escapa "a carajo sacao", para dispararle "al tuntúm" y, lógicamente, “a no dar”, para que así, de "un tiro " - nunca mejor dicho - matar dos pájaros: el de irla acostumbrando a los disparos y a que "cobrara" una pieza que, con ciertos visos de realidad,
había sido abatida por mi escopeta. Y si allí en el solar, no podía saber si lo nuestro se lo tomaba como un simple juego o no, aquí sí que tenía la total certeza que la cosa se la tomaba muy en serio, porque había que ver la pasión, que no sólo la alegría y el anhelo, con que acudía a cobrar la supuesta pieza abatida, y la desbordada satisfacción, con que, con ella en la boca, venía a entregármela.
Puestos pues los cimientos, había que afrontar de lleno la realidad, y ya, sin engaños ni estafas.
"La muestra", por otra parte, la tenía más que garantizada, no sólo por lo ya referido a su natural instinto, sino porque, si es que podía caber alguna duda, había tenido la ocasión de haberla sorprendido, personalmente, aunque de forma casual, en una de estas "muestras", tan características de los braccos, a las pocas horas, precisamente, de llegar a casa desde el corralón del Molino de José María. Por cierto que con la belleza de una escultura pletórica de plasticidad.
Fue ante una gallina clueca que mi amorosa esposa cuidaba con mimo, allá echada sobre una docena de huevos en un aposento que, a modo de trastero, teníamos en el corral, y en el que, en un descuido, la cachorra se nos coló "de matute".
En efecto, en una primera cacería, ya de las de verdad, sus muestras comenzaron a aflorar, con asombroso encanto y no menos bella plasticidad, en cada una de las ocasiones que, al respecto, se le ofrecían. A veces, las hacía a bastante distancia de la pieza venteada, y en ellas, además de la escultural belleza que reflejaba, me esperaba, para que una vez que estuviera a la requerida distancia, avanzar a mi par o según le ordenaba, como a cámara lenta y con la maestría, la prudencia y el tacto de la que va pisando sobre un camino sembrado de impredecibles peligros.
En lo referente al "cobro", no quería ni pensar que pudiera marrar alguna de las primeras piezas que "la novicia" me echara a la escopeta. Lógicamente, estos mis temores, tal vez no pasaban de ser una manía mía, si es que no una tontería, pero, al menos, para mí, aquellos temores míos tenían sus fundamentos, pues suponía que, a modo y semejanza de un Reclamo de perdiz, y, en especial, tratándose de un educando, cuando ve que, al disparo, se le vuela de "la plaza" "la campesina" que él está tan celosamente recibiendo, coge una decepción de tan tamaña envergadura, que, difícilmente, volverá a abrir el pico allá “entronizado” en su "pulpitillo", asimismo, me temía que mi "alumna", viendo "al maleta" de su dueño marrar la pieza que ella ha tenido como hipnotizada y a sólo un palmo de las narices, y no poderla cobrar, me pudiera coger una depresión semejante, y así mandar al garete todos mis sueños y, que ni decir tiene, que los suyos también. No hubo lugar, gracias sean dadas al Altísimo, para la que, seguramente, debía ser una maniática sospecha mía, pues el primer conejo que me echara, después de hacerle una muestra de la belleza y plasticidad, marca de la casa, el pobre "caramono" dio más tretas que un trapecista, ofreciéndole la oportunidad, por lo tanto, a que lo pudiera cobrar, como hizo, exultante de felicidad y con la maestría de toda una campeona de superlujo, y que yo - pues no hubiera faltado más - se lo agradecí con todas las caricias y piropos habidos y por haber, amén, incluso, de darle dos besazos incontenibles y restallones, que, por restallones precisamente, debieron sonar como dos truenos en la silenciosa como solemne soledad de aquellos indómitos y encumbrados parajes de Las Sierras de Guadalcanal.
Ese año, al cerrarse la veda, la fama de la perra comenzó como a empezar a asomar las orejas, pero sería, al cerrarse la del año siguiente, cuando realmente se comenzó a hablar, con bastante asiduidad, en el mundillo de la escopeta en Guadalcanal, de la "perra que, El Capitán Páez" le trajera a Don José Fernando de “Igni”, corriendo su fama, desde entonces, como la de toda una rutilante estrellas de la caza, y es que, rastreando, parando y cobrando, pilares fundamentales de todo el que de buen can de caza se pueda jactar, mi Diana, con apenas un año de edad, ya era toda una diosa, que eso de "rutilante estrella", aquí, se nos queda demasiado corto.

Debut en “la media veda”  (4)

Después de aquellos simulacros "de cobro y entrega" de la pieza abatida, representada por "una pelota-perdiz" o "una pelota-conejo", y aquellos primeros escarceos de "rastreo" en pleno monte, la que apuntara para llegar a ser la reina de la caza en Guadalcanal, allá quedó en el corral a la espera a que se abriera "La Media Veda", más o menos, por La Virgen de Agosto. Huelga decir que cuidada como oro en paño, en un amplio, cómodo y hasta elegante "palacete" -léase "bonita perrera" - que un albañil amigo, conmigo como peón, le construyera a la sombra y demás providencias de dos pinos centenarios que, de la mano y como dos “bienavenidos” hermanos gemelos, se erguían vigorosos en uno de los ángulos del corral.
Sorprendentemente, la que de intrusa en el trastero, tuviera aquel conato de ataque a la clueca, que allá camuflada en un rincón, empollaba en una canasta llena de paja, y, por otra parte, la que tan obstinada y pertinaz persecución mantuviera, ya metida en su oficio de lleno, ante los rastros de los conejos y las patirrojas en el campo, no presentó, sin embargo, el menor problema para convivir en amable compañía - si bien sólo en semilibertad - con las gallinas y las palomas, allí también en el corral, como con el jilguero, los canarios, los Reclamos de perdiz e, incluso, los dos gatos, cuando, durante determinadas horas, compartiera la casa, en total libertad, con sus amos y con estos hogareños animales.
Indiscutiblemente que aquel entrañable animal demostró, ya desde el primer instante, tener una "inteligencia" fuera de lo común, y ¿para qué decir en eso otro de la nobleza y los sentimientos? ¡Qué agradecida se mostró desde el primer momento!
¡Una verdadera joya de animal!
Parecía mentira que aquellos tan nobles sentimientos de cariño, amistad y respeto con los animales de sus dueños, - y no digamos nada en cuanto a sus propios dueños - se pudieran trocar en tan fulminante animadversión con las piezas de caza, y es que, tan pronto como se abrió "La Media Veda," tanto "rastreando" como "parando o cobrando", era la misma hija de Satanás, en aquel su "chispeo" de ojos y aquella terrible saña engarzada a ellos.
Ya, en estos días y a pesar de su juventud e inexperiencia, se erigió como la gran campeona entre las y los campeones del lugar que, por cierto, siempre las y los hubo, y de muchos quilates. Su fama pues empezó a correr - como ya hemos adelantado - imparable por doquier como la perra de caza que cualquiera escopetero pudiera soñar.
En estas nuestras correrías cinegéticas de "La Media Veda", se empezó a mostrar tan impresionantemente generosa, concretamente, en el específico cometido del "cobro", que no sólo se limitaba a "cobrar" las tórtolas y las torcaces que su amo abatía, sino también - pasándose un tanto de rosca - las que abatían los compañeros, apostados aledaños a nuestra izquierda o a nuestra derecha.
Generosidad esta suya que, para nuestros vecinos cazadores, lógicamente, no era tal, sino todo un atroz egoismo por parte de la cobradora, por no decir que todo un descarado latrocinio, puesto que, a la hora de entregar la pieza cobrada y abatida por ellos, también venía para el zurrón de su dueño y señor.
-¡No te preocupes!.- Les tenía que gritar, en ocasiones, a alguno que, a regañándole, la perseguía para recuperar lo que la muy ladrona terminaba de robarle.- Tanto tú como los demás compañeros, llevad la cuenta y, al finalizar, os devolveré, religiosamente, una por una las piezas que la perra “haya cobrado”, habiendo sido abatida por vosotros.
Seguro que mis palabras las debieron recibir como agua de Mayo, pues llevar una contabilidad tan elemental, siempre les debía resultar infinitamente más cómodo, que tener que estar de acá para allá, a cada dos por tres, acudiendo a recoger esta o aquella tórtola abatida, si es que no perdiendo una eternidad en su busca, y lo que aún era peor, viendo cómo, entre tanto, les pasaban las palomas por encima, sin poder dispararles.
Recuerdo que a la hora de devolverles lo que no era mío, uno de los dos colindantes compañeros, se me plantó, sorprendentemente, de pronto ante mí, con una de las tórtolas devueltas en las manos, diciéndome, como avergonzado, que aquella no. Que aquella tórtola no le pertenecía y que, por lo tanto, no se la podía llevar por nada del mundo. Yo, totalmente ajeno a la causa que le movía a tal actitud, le miré con cara de extrañeza y como preguntándole el por qué, en un gesto claro e inequívoco.
Y el buen hombre, con una sinceridad que le honraba, se tiró de cabeza y sin ambages, al charco, confesándome que la tal tórtola, en efecto, la había abatido él, pero que al tener que dispararle por las mismas nubes, sólo la había "despicalao", y que, planeando, fue a parar a lo más profundo y enmarañado del barranco que, ante nuestros ojos, se rehundía.
Que había visto cómo la perra la seguía con la mirada, como la más sagaz de las policías y sin perderla ni por un instante de vista, para, tan pronto como la vio caer, escapar atrochando entre el matorral en su busca y captura. Y que la había visto, incluso, gatear con ella en la boca por la bravía ladera sólo unos minutos después. Que si no hubiera sido por la perra, no hubiera dado con ella ni todo un batallón de cazadores, que hubiera acudido en su busca. Que vaya una maravilla de perra. Que si no la llega a ver con sus propios ojos, jamás se lo hubiera creído. Que, por favor, que se merecía que le hiciera un guiso especial con aquella tórtola.
Que, de todas maneras, él no se la podía llevar, después de ver lo que había visto, ya que se le caería la cara de vergüenza y ahí quedó eso, y tal cual como me lo contara este correligionario.
Siguiendo con aquellas mis cacerías de "La Media Veda" -las primeras, ya de verdad, para mi Diana - no puedo resistirme a contar, asimismo, que si esta tan excepcional perra era una deliciosa y precisa máquina, cobrando tórtolas y torcaces, aún lo era más deliciosa y precisa, rastreando codornices, cazando "a mano", entre los rastrojeras y densas malezas que solían aparecer en torno a los arroyuelos, humedales agostados o en los lindazos.
¡Cómo paraba! ¡Qué belleza de muestras las suyas! No sabría decir si su sabiduría superaba a su arte, o si su arte sobrepasaba a su sabiduría. ¡Una verdadera delicia para cualquier amante de la caza¡ ¡Con qué talento y con qué armonía "pisteaba" las codornices! ¡Elegante, armoniosa y sin descomponerse jamás! ¡Con qué viveza y con qué talento las seguía con la mirada, una vez que las arrancaba, para, de inmediato y al disparo, acudir presurosa y exultante, exactamente, al lugar donde caía abatida! ¡Ya digo, un encanto de animal!
Ya por aquellos días, empezaron a gotear por casa los amigos, pidiéndomela para esta o aquella tirada en los pasos de las tórtolas, pero, claro, como yo aún estaba de vacaciones, la excusa para quitarme de encima el compromiso, se me ofrecía en bandeja de plata, pues aunque no fuera verdad, siempre tenía a flor de labios, que yo también iba a salir.
El verdadero problema, bajo este concreto aspecto, me surgiría cuando, ya a primeros de Septiembre, concluyeran mis días de vacación, teniendo que incorporarme a mis obligaciones escolares. Problema, por otra parte, que aún se me agravaría bastante más, una vez que se abrió "La Veda General", pues unos y otros estaban como al acecho de mis días lectivos, para porfiar por ella.
El compromiso, a veces, era tan fuerte que me ponían a parir, y, aunque "a la trágala", no tenía más cojones que tragar, pero viendo, con el pasar de los días, que, cuando venían a entregármela, generalmente, ya anochecido, después de todo un día de cacería sacándole "el jámago," la perra venía como un estoque, tuve que tomar la irrevocable determinación de echarle valor a la cosa y negarme de todas a todas a prestarla nunca jamás, ni aunque se tratara del Santo Padre de Roma que, de Pastor de la grey de La Santa, Católica y Apostólica Iglesia Romana, se convirtiera en cazador de las perdices y demás compañeros mártires de las Sierras de Guadalcanal. Más de un disgusto me costó el asunto, pues más de un amigo terminó por negarme el saludo, si es que no por mirarme como a un individuo de dudosa catadura.
En cuanto a la aureola de las alabanzas, que de esta excepcional perra nos traemos entre manos, no quisiera pasar de largo, como en una crónica de emergencia, sobre las que le lanzaran los mejores cazadores del lugar durante "la guerra galana" que, el primer día de la apertura de "La Veda General" de aquel mismo año, tuvieron a bien que, tanto El Capitán Páez como yo, les acompañáramos, más que como simples compañeros de cacería, como los buenos amigos que siempre fuimos.

Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza
©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12

miércoles, 27 de julio de 2016

Guadalcanal y la baja Extremadura 2-2

Formación y evolución de las jurisdicciones señoriales

El segundo paso, prácticamente paralelo al anterior, es la vertebración del territorio extremeño realizado en gran medida durante la segunda mitad del siglo XIII. Una vez repartido el territorio, se produce el fenómeno de consolidación de los marcos jurídicos de dominación. Utilizando métodos similares las entidades señoriales consiguieron centralizar al máximo el poder sobre tierras y hombres de dos formas: a través de la conformación-delimitación de términos y facilitando el asentamiento de pobladores a través de las cartas pueblas y fueros. Ambos elementos son en esencia los rasgos estructurales resultantes del poder feudal en la organización del territorio[12]. Este control a nivel particular de cada jurisdicción era ejercido a través de una compleja organización administrativa traducida en las encomiendas para las órdenes militares, sometidas a la autoridad del maestre y del capítulo general. En la jurisdicción realenga el control del espacio y de los pobladores se canalizó a través de la conformación de concejos en los que el rey intentaba materializar su poder y contrarrestar el avance de competidores a través de numerosos privilegios. El concejo dotado de autonomía regía la forma en que debía ocuparse su término, la villa o ciudad se convertía en el centro rector. El marco jurisdiccional restante está representado por los dominios correspondientes a los cabildos catedralicios, quienes con el obispo a la cabeza ejercían el dominio sobre tierras y hombres. Basándose en la unidad parroquial enmarcada en unidades mayores o arcedianatos como elemento para el control de tierras y hombres, el cobro de los derechos diocesanos que reclamaban en las iglesias de las villas y sus alfoces fue un motivo de constante enfrentamiento. Si bien los concejos intentaron eludir el pago de algunos de los derechos como diezmos procuraciones, primicias, y derechos de catedrático, fue con las órdenes militares con las que mantuvo numerosos enfrentamientos algunos de ellos de relativa seriedad.
Vistas en líneas generales las bases organizativas de cada jurisdicción podemos señalar rasgos identificativos propios de Extremadura. De entrada hay que confirmar un predominio claro del maestrazgo frente al realengo como se constata desde los primeros momentos de la conquista. Para confirmar este punto podemos comparar la extensión ocupada por el maestrazgo y el realengo -las dos jurisdicciones predominantes-, la primera rondaba los 17.000 Kms2 y la segunda 9.000 Kms2. Como se puede observar, las órdenes militares juegan un papel esencial en la repoblación de Extremadura y ello se refleja en el conjunto de posesiones territoriales que poseen a finales del siglo XIII. La iglesia, en plena organización, es la que menos identidad territorial posee.
En cuanto a la orden de Alcántara, desde el establecimiento de la casa de la orden en la villa que le dio nombre, consolida su presencia en el sector occidental de Extremadura, su radio de acción se iba a extender hasta la sierra de Gata por el norte, y hasta la sierra de San Pedro por el sur, al que se denominó partido de Alcántara. La orden intentó controlar todo el espacio occidental junto a la frontera portuguesa donde podía conseguir una inmensa extensión territorial, prueba de ello son las rápidas delimitaciones de términos que se realizan en la sierra de San Pedro con el concejo de Badajoz. El mismo motivo se observa en la otra zona de expansión que se extendía por la comarca de la Serena, en la que hacia 1240 se establecen los términos entre los lugares de Hornachos, Magacela, Reina y Benquerencia, y en 1253 se realiza análogo proceso pero con la orden del Temple sobre los lugares de Capilla, Almorchón y Benquerencia. Más tarde extendieron sus dominios hasta la comarca de los Montes atraídos por el tránsito ganadero[13]. Aunque esta orden fue dotada de numerosos privilegios, las dificultades para el asentamiento de pobladores fueron grandes a juzgar por la tardía concesión de fueros. Comenzaron en 1253 dando el fuero a la villa de Salvaleón, para luego entre 1260 y 1274, fecha en la que se da el de Segura de León, hacer lo mismo con las poblaciones más importantes.
Este pequeño desequilibrio temporal en la delimitación de términos y conformación de jurisdicciones con respecto a la repoblación de los mismos, tiene su justificación en que la posesión de esta vasta extensión territorial permitía fuertes ingresos procedentes de la práctica ganadera. La frontera además de los riesgos poseía sus ventajas, el escaso poblamiento existente traducido en mano de obra, la frontera y las condiciones físicas fueron determinantes para impulsar el desarrollo de la ganadería. Este hecho predispuso a la corona a conceder numerosos exenciones de montazgos y portazgos, así como otros derechos reales que favorecieran a la orden[14].
La orden del Temple, exceptuando Capilla, que era el lugar idóneo para el control del paso de ganados provenientes de Castilla, ubicó sus dominios cerca de la frontera con Portugal y en el centro sur de la provincia pacense. Los lugares bajo su control, debido a su dispersión, no constituyeron un bloque compacto y cohesionado hasta la segunda mitad del siglo XIII, cuando a costa del concejo de Badajoz consiguieron delimitar la encomienda de Valencia del Ventoso que incluía numerosos lugares del extremo suroccidental de Badajoz (Jerez, Fregenal de la Sierra, Oliva, Mombuey y Villanueva del Fresno entre otros)[15]. Al margen de otros datos de índole cuantitativo no sabemos nada sobre la población de sus dominios, sólo tenemos constancia de que los intereses de esta orden también circulaban en torno al tránsito de ganados, especialmente por el lugar más significativo dentro del conjunto de posesiones extremeñas: Alconétar. Tenemos noticias de los problemas surgidos entre esta orden y la de Alcántara por el cobro de montazgos y peajes en el puente sucedidos en 1257 que se saldó con la destrucción de aldeas y la muerte de algunos de sus pobladores[16].
Los santiaguistas, por su parte, sólo poseyeron núcleos muy localizados en torno a la frontera con Castilla, el más importante era la Atalaya, donde el rey leonés intentó que la orden estableciera la casa principal. Sus dominios se extienden preferentemente por lo que se dio en llamar Provincia de León, que abarcaba desde Montánchez hasta Monesterio y Guadalcanal, sin olvidar poblaciones de la talla de Llerena, Jerez de los Caballeros, Azuaga y Hornachos, por citar algunas. La zona que les corresponde a los santiaguistas posee más tradición pobladora, de ello tenemos noticias en la población de Montemolín, pero especialmente en determinados lugares como Reina y Hornachos, que pasaron a manos cristianas a través del pacto de sumisión favoreciendo la permanencia de pobladores musulmanes. Este motivo facilitó la temprana concesión de fueros entre 1235 y 1236 (fueros de Mérida y Montánchez respectivamente).
El otro gran bloque jurisdiccional está representado por los concejos de realengo. Esta jurisdicción, más benévola en cuanto a las condiciones que ofrecía a los pobladores y ampliamente desarrollada en zonas de frontera, estaba mejor representada en la zona que se extendía desde el Sistema Central hasta el valle del Guadiana, especialmente entre la primera y el valle del Tajo. Aquí los concejos constituyen verdaderos centros de atracción para los pobladores. Coria, primero, aunque luego pasó a manos de órdenes militares, Plasencia, Cáceres, Trujillo -incorporado después de 1235- y Badajoz son los ejemplos que tenemos en Extremadura. Al sur del Guadiana el realengo no está presente, debido, en parte, a la pérdida de atención por parte de la corona sobre esta zona, que conquistada poco antes de la ocupación militar de Andalucía ejercía menos atractivos. El sector oriental de la Alta Extremadura conocida desde antaño por Las Villuercas pertenecía al concejo de Talavera, que desde mediados del siglo XIII estaba intentado fomentar el poblamiento a través de privilegios reales. Como resultado nacieron los lugares de Castrejón, antigua dehesa, y el Pedroso no exentos de conflictos con el concejo de Ávila, que al igual que en el Campo Arañuelo, reclamaba la zona del Pedroso como “extremos” en los que pastaban sus ganados[17]. La Comarca de los Montes cambió varias veces de jurisdicción, así a finales del siglo XIII estaba bajo el dominio de Toledo, ciudad que le concede fuero.
El asentamiento de pobladores en zonas realengas era mirado con cierto recelo por las órdenes militares que, como la de Alcántara, van a intentar por todos los medios desarrollar una serie de condiciones similares a las dadas en el realengo para poblar sus extensos dominios. No contentas con el posible paso de pobladores a sus dominios y aprovechando la despoblación de gran parte de los términos a finales del siglo XIII, llevaron a cabo una labor de rapiña que se concretó en la usurpación de lugares por la fuerza. Un ejemplo lo tenemos en Badajoz, sus amplios términos, deducidos en su mayoría por el deslinde de la ciudad de Sevilla realizado en diciembre de 1253, se vieron sistemáticamente mermados durante la segunda mitad del siglo XIII. Los hechos acaecieron poco antes de establecer la primera concordia con el Temple en 1277, y poco después, en 1282 con los santiaguistas. La gravedad del problema reclamó la atención del rey, que representado por el infante don Sancho ordenaba la devolución de los “...lugares de Olivençia, Taliga, Villanueva de los Santos, aldea de don Febrero e la Solana, e aldea de los Cavalleros y el Caraço, en los logares de nuestro termino que nos robaron por fuerça...[18]. Poco después las quejas de Badajoz reclamaron nuevamente la atención del monarca que decidía reintegrar los lugares a la jurisdicción pacense: “...nos el conceio de Badajoz anduviemos en pleito e en contienda grand tiempo ante D. Alfonso, e con las ordenes del Temple y de Ucles por raçon que los Comendadores de estas ordenes poblaron de nuevo a Olivença e a Taliga e a Villanueva et a los Santos et a la aldea de Don Febrero et a la Solana et a la aldea de los Cavalleros et al Çaraço en logares de nuestro termino que nos tomaron por fuerça ...[19].
Ya en el plano económico, estos enfrentamientos tuvieron su reproducción entre concejos. La defensa de los lugares de aprovechamiento comunal, con vistas a preservar los derechos de los vecinos e incluso los de aquellos propietarios de ganado, se convirtió en el principal argumento para reclamar zonas que eran invadidas por pastores. Tenemos noticias de los deslindes realizados entre Cáceres y Badajoz en 1264, se conocen algunos con Montánchez en 1242 y 1250, y la resolución de conflictos con otras jurisdicciones como los mantenidos con la orden del Temple en 1252[20]. De Trujillo conocemos los deslindes realizados con el propio concejo cacereño, pero especialmente los realizados con los santiaguistas de Montánchez y la ciudad de Mérida en 1250.
En cuanto a la iglesia extremeña, la más temprana jurisdicción está representada por el obispado de Coria, restaurado por Alfonso VII en 1142. Los límites de la diócesis eran lo suficientemente grandes -no se correspondían con los de la ciudad- como para competir con los de las diócesis de Ciudad Rodrigo y Salamanca[21]. Se extendían desde la Sierra de Gata, Hurdes y cercanías de Hervás, bajando por la Guinea o Ruta de la Plata, y abarcaba las iglesias de Montánchez, Cáceres y las tierras pertenecientes al partido de Alcántara. Por su parte el obispado de Plasencia, por ser de nueva creación, se le atribuyó un considerable espacio que se extendía originariamente desde Béjar y sus aldeas hasta el río Guadiana: “A bone memorie dedit, et Bejar, quod infra terminos ipsos situm esse probavi, trugellum etiam et Medellinum, Sanctam Crucem, Montanches, salvo iure toletanae ecclesie in hiss, si quos habet et Montem fragorum ut hec omnia iure dicocessano perpetuo possideatis...”[22]. Los conflictos sobre ciertos lugares comenzaron nada más consolidarse la fundación de la diócesis. En 1217 y 1218 Roma tuvo que mediatizar entre los obispos de Plasencia y Ávila sobre la posesión de Béjar y sus aldeas, resolviéndose favorablemente para la primera. En 1221, llegaba la confirmación de los límites diocesanos de Plasencia, donde ya se contemplan modificaciones sustanciales, como la pérdida del Campo Arañuelo reclamado constantemente por los abulenses y las zonas excluidas pertenecientes al arzobispado de Toledo con la que compartía límites. Todavía en 1235 seguían pleiteando con la ciudad de Ávila sobre lugares como Tornavacas ubicados en los pasos del Sistema Central claves en la circulación de mercancías y ganados[23].
Al igual que el concejo, el obispado de Badajoz cuya fecha de fundación está bastante discutida, algunos autores quieren situarla en torno a 1255[24], tuvo problemas con los límites de su diócesis por cuanto las distintas entidades señoriales intentaban no reconocer la autoridad del obispo en sus iglesias, lo que significaba la consiguiente pérdida de derechos, es el caso del señorío de Alburquerque con el que se mantuvo numeroso pleitos hasta concordar una repartición justa. Los problemas no fueron pocos, pues nada más iniciarse la segunda mitad del siglo XIII las disposiciones reales en favor del obispo de Badajoz fueron contundentes. Se instaba a todos los habitantes de la ciudad y término a no usurpar los bienes de la catedral, así como no ocupar los lugares entregados por la corona, en los que el obispo y su cabildo estaban obligados a conformar una población. Los límites de esta diócesis abarcaban un amplio espacio que se extendía desde la Sierra de San Pedro Hasta el sur de la región, que curiosamente venían a coincidir con los de la ciudad, pero que no se extendían hacia el centro-oeste de la región donde estaban asentadas las órdenes.

[12] Carlos Laliena Corbera: Sistema social...ob. cit. En la página 35 señala: “la interacción del sistema feudal y de la organización del poblamiento se percibe perfectamente a través de un elemento primordial de las cartas de población, la donación de términos a los pobladores, que indica el ejercicio de un control político sobre un espacio distinto”.
[13] De la tradición ganadera de esta zona tenemos noticias en 1193, cuando la orden de Calatrava recibe algunos derechos sobre el tránsito de ganados en tierras extremeñas. Ortega y Cotes: Bullarium ordinis militiae Calatrava, págs. 29-30. J. Klein: La Mesta, Madrid, 1990, pág. 178, cit. doc. de 1237 en el que se contempla el pago correspondiente al número de cabezas que procedentes de Castilla recalaban en la zona de Capilla. J. González Repoblación de Castilla la Nueva, T. I, pág. 328: “Alfonso X mandó en 1255 al concejo de Toledo tener un montazgo en Milagro y otro en Cíjara, cobrando dos por cada mil cabezas de vacas, ovejas o puercos”.
[14] J. I. Ortega y Cotes: Bullarium...ob. cit., pág. 69, doc. de 1254 en el que se concede la exención de portazgos; págs. 107-109.
[15] Esteban Rodríguez Amaya: “La tierra en Badajoz desde 1230-1500”, Revista de Estudios Extremeños, (1952), pág. 13.
[16] A. de Torres y Tapia: Crónica de la orden de Alcantara, Madrid, 1763, T.I, Vol. II, págs. 364-366.
[17] Mª Jesús Suárez Álvarez: La villa de Talavera y su tierra en la Edad Media (1396-1504), Oviedo, 1982, pág. 75. “...su mengua grande que avia donde pudiese coger pan que seminaba la tierra en que fincaban y menos omes que me fiziesen serbizio ni me diesen mis pechos”, para poblar y labrar el Pedroso -comarca situada en torno al valle del río homónimo, al oeste del Huso- “ansi como entendieren que mas sera su pro......”. J. González: Repoblación de Castilla......ob. cit., T. I, pág. 321.
[18] Esteban Rodríguez Amaya: “La tierra...art. cit., págs. 13-14.
[19] Ibidem, pág. 17.
[20] A. Floriano Cumbreño: Documentación histórica del archivo municipal de Cáceres (1229-1471), Cáceres, 1987, doc. 3 y 5. Bernabé Chaves: Apuntamiento legal sobre el dominio solar que por expresas donaciones pertenecen a la orden militar de Santiago en todos sus pueblos, (reimpr) Barcelona, 1974, pág. 35.
[21] J. L. Martín Martín y otros: Documentos de los archivos catedralicio y diocesano de Salamanca (siglos XII-XIII), Salamanca, 1977, doc. 176. Bula de Gregorio IX al obispo, deán y chantre de Zamora, para que entiendan en la queja del obispo de Salamanca contra el de Coria, que había usurpado sus derechos episcopales en al villa de Montemayor.
[22] J. González: Reinado y diplomas...ob. cit., Vol. II, doc. 146.
[23] Cit. F. Alonso Fernández: Historia y Anales de la ciudad y obispado de Plasencia, Cáceres, 1952, págs. 47-48.
[24] Historia de la Baja Extremadura, Badajoz, 1986, pág. 635. 


Juan Luis de la Montaña Conchiña 

sábado, 23 de julio de 2016

Relatos de Caza a la luz del candil 2

¡Qué sorpresa tan grata la del “Capitán Páez”! (2)

La Sesión Escolar de la mañana se encontraba en sus últimos suspiros, cuando de pronto veo aparecer un mozalbete en la puerta y que, frenándose en seco bajo el quicio, con más miedo, al parecer, que respeto, me decía, sin más preámbulos ni protocolos, que El Capitán Páez había llegado aquella mañana y que le había mandado a decirme que me esperaba en el Molino de su cuñado José María. Que, tan pronto como terminara La Escuela, me fuera para allá. Y sin más, escapó con los mismos protocolos con que llegó.
Era exactamente el once de Octubre. Al día siguiente, día de La Hispanidad, y por lo tanto Festivo, se abría La Veda, por lo que no me inquieté demasiado por aquellas sus urgencias, pensando en que, estando recién llegado de Igni, vendrían propiciadas por el apremio de saber si estaba o no preparada ya la cacería de rigor del día siguiente, que nunca jamás ni llegué a sospechar en alguna otra causa, y aún menos, en alguna posible sorpresa, que me pudiera tener preparada.
-Este.- Pensé.- ha llegado con el tiempo un tanto apretado, y querrá saber qué tengo organizado para mañana en eso del pim, pam, pum, y, por descontado, si he contado con él.
No obstante, los pocos minutos que aún quedaban de Escuela se me hicieron interminables, pues siempre resulta enormemente grato el reencuentro con un buen amigo, después de un año de ausencia, así que, terminar la Sesión Escolar y estar en la puerta del Molino, fue todo una. Me colé en él "como Juan por su casa". Lógico que así fuera, después de haberlo visitado tantas y tantas veces, sobretodo en la temporada de caza del Reclamo de Perdiz, en busca de José María, ya que este buen amigo, como yo, también era un acérrimo aficionado a tan sugestiva modalidad cinegética del “pájaro”.
En esta ocasión hube de llegar hasta la sala donde a través de las tolvas, iba cayendo la harina en los respectivos sacos abocados en ellas. En ella me encontré con el molinero y su cuñado hablando relajadamente, y en tanto "el legionario" aparecía con su abundante cabellera negra, levemente nevada por el polvo de la harina, el molinero era un auténtico boquerón enharinado. El Capitán, tan pronto me vio aparecer, acudió a mi encuentro, a estrecharme en un fraternal abrazo, en tanto que José María, incontenible, al parecer, se chivaba runruneando que cuando viera en el patio lo que me había traído "el militar," me iba a quedar "con los güevos colgando". Miré al Capitán con ojos sorprendidos e interrogantes, pero él, sin decir ni "mu", me echó el brazo amigablemente por los hombros y me invitó a seguirle en dirección al enorme portón metálico que conducía a un muy amplio corralón. No me podía ni imaginar de lo que se pudiera tratar, puesto que el amigo Páez, siempre tan comedido en todas sus cosas, ni me pió jamás de un posible regalo y aún menos de lo que éste pudiera ser.
Al mismo desembocar en él, se me escaparon los ojos, casi instintivamente y con la velocidad del rayo, hacia dos cachorrotes que, amarrados al tronco de una frondosa acacia, dormitaban a su sombra y que, tan pronto como notaron nuestra presencia, saltaron de su duermevela como relámpagos en vibrante tensión.
-¿Qué te parece la collera de braccos?.- Me susurró El Capitán, conforme nos acercábamos a ellos y, señalándomelos con un muy significativo gesto de ojos, en tanto que yo, con los ojos como fuera de su órbita y más que sorprendido, sobrecogido, susurraba como en un eco, que ya, a primera vista, me parecían dos auténticos cromos.
Se trataba, en efecto, de un macho y de una hembra de perros, de raza "bracco alemán," de unos seis meses de edad, de armoniosa y bellísima estampa. Ambos, a pesar de su corta edad, eran la escultura más perfecta y definida de los de esta tan prestigiosa raza de canes de caza. De movimientos eléctricos y mirada fija y penetrante, parecían derramar vitalidad e inteligencia por todos y cada uno de los poros de su cuerpo. Lustrosos y limpios también estaban como los mismos chorros del oro. En el dibujo de la piel, sin embargo, eran bastante diferentes, pues en tanto el macho tenía grandes manchas marrones, repartidas, caprichosamente y de forma desigual, por todo el cuerpo sobre una capa de marrón blanquecino y moteado, la hembra, a excepción de la cara y de las orejas que eran, asimismo marrones, todo el cuerpo lo tenía profusamente salpicado de pintas castaño oscuro sobre un fondo que quería como blanquear. La vitalidad y la inteligencia, como ya he apuntado, les chispeaba en los ojos, también de color castaño, en aquella su actitud de atenta alerta y sagaz acecho. El rabo, cortado a un tercio de su longitud, contribuía con descaro a la atractiva elegancia de tan agraciada estampa, si bien - pensé yo - que nada tendría que ver aquello del rabo, con que sus prestaciones fueran de mejor o peor calidad.
Contemplándolos estábamos y haciendo algún que otro comentario sobre las más que constatadas virtudes de esta tan acreditada raza de perros de caza, cuando, de pronto, oí al legionario Capitán que me decía que eligiera el que más me gustara de los dos.
-Pero… -Tartamudeé como cortado y sin saber qué decir
-¿Recuerdas lo del canario...?.-Insistió.- Un héroe es cualquiera.-Agregó.- pero eso de estar presto y atento a los deseos más intranscendentes de un amigo que, por intranscendentes precisamente, más significativo debe ser su agradecimiento, eso, amigo mío, eso ya es otra historia muy distinta. Y, de momento, ahí quedó eso.
Elegí la hembra que, aunque un tanto más menuda, de tórax algo más estrecho y no de tan aguerrida y egregia presencia, aunque sí tan armoniosa y elegante como su hermano, tenía la convicción de que la hembra, en todas las especies, por lo general, siempre fue, además de más mimosa y sacrificada, mucho más vivaz y astuta que el macho, que era lo que, a la postre, podía proceder en el presente caso.
Una vez elegida, le comenté a mi anfitrión que si aún no le tenía puesto el nombre, yo iba a tener el santo gusto de bautizarla con el nombre de la diosa romana de la caza, es decir, el de Diana, pues tenía la corazonada que, como la de una diosa, iba a correr su fama muy pronto entre los cazadores de Guadalcanal. Después resultó que rebasaría con creces estos límites - permítanme este comentario de paso - pues se hablaría de ella en algún que otro círculo cinegético de los pueblos limítrofes, como en Constantina, Cazalla, Alanís e, incluso, pasando las lindes de Andalucía, en los extremeños y colindantes pueblos de Fuente del Arco, Malcocinado o Azuaga.
-Perfecto.- Se limitó a contestarme el lacónico y siempre endémicamente serio Capitán.
Y aún seguimos allí bajo la acacia y, sin dejar de contemplar aquellas dos preciosidades, robándole minutos, al menos, por mi parte, a la apremiante hora del almuerzo, durante los que mi benefactor me embaucara contándome la odisea - así como suena, la odisea - que los cachorros tuvieron que sufrir hasta llegar allí al corralón del Molino.
En cuanto a la tal odisea, sin embargo, no me especificó demasiados detalles, referentes, en especial, al viaje que hubieron de hacer, en un viejo avión militar, por cierto, desde la misma Alemania hasta “Sidi Ifni”. Tan sólo me los dio a entender muy así por encima y como dejándolos en alas de mi imaginación. Sólo se limitó a referirme, al respecto, que, a pesar de llevar totalmente en regla un montón de papelotes, faltó un tric que se los requisaran en no recuerdo ahora qué aeropuerto militar, en el que tuvieron que hacer escala, para no sé qué tramites. Que, incluso, viendo que la cosa se ponía más que fea, hubo de echar mano, con toda urgencia, de toda su astucia, así como buscar ayuda en algún que otro cómplice, para hacerles desaparecer como por arte de magia, entre los materiales que transportaban.
El capítulo de la odisea que sí me contó minuciosamente y con todo detalle, fue el referente al que se le presentó, de forma tan inesperada como impredecible, a los pocos días de estar en “Sidi Ifni”, ya que un moro se "los birló". Lo de complicados pasos que hubo de dar el bueno de Páez y lo de legionarios que hubo de "compincharse" e, incluso, lo de moros, que hubo de sobornar, hasta dar con el ladrón.....
Que el viaje, por fin, a la Península, también en un viejo avión militar, al margen de la abundante documentación que hubo de preparar de nuevo, todo saldría, por el contrario, que ni a pedir de boca y que, gracias a Dios, allí estaban vivitos y coleando.
La hora me acuciaba más y más, porque el almuerzo y la Sesión Escolar de la tarde, allí estaban ya pisándome los talones, y asimismo se lo dije al Capitán que, rápidamente, acudió a desatar la perra y a ponerme la correa del collar en las manos, así como una carpeta llena de papeles, tanto en alemán como en castellano. Papeles que - permítanme el nuevo inciso - yo aún guardo, después de tantos años, como una santa reliquia en una urna.
Nos despedimos a más que aprisa y corriendo, si bien con el pasar del tiempo y ya con toda tranquilidad, la narración de la odisea de marras tendría una nueva edición aumentada en mucho, si es que no corregida en nada. Pero, de momento, hube de escapar del corralón como si el apremio de la hora me quemara las plantas de los pies, aunque, eso sí, "más alegre que unas Pascuas," con aquel tan gratísimo regalo trotando incontenible a mi lado, no sin antes, claro está, quedar con mi buen amigo Páez en vernos en El Casino al caer de la tarde, para que ya, con todo el tiempo del mundo por delante, concretar todo lo referente a la cacería del día siguiente con la apertura de la veda.
Iba yo por aquellas calles, con mi perra del collar hacia mi casa, que cualquiera me tosía. Iba, como se suele decir a lo castizo, "que escupía por un colmillo”.

Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza

©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12

miércoles, 20 de julio de 2016

La vieja Pipota y el vino de Guadalcanal y 2


Recorrido literario por los vinos de Cervantes y su época (segunda parte)

El mayor elogio que Cervantes pudo hacer del vino de Ciudad Real fue llamarle “hijo de puta”, aunque eso sí, por boca de Sancho Panza. Sucede esto en la boscosa escena en la que cenan y platican el escudero de don Quijote y el de los Espejos; en un momento dado, este último, luego de darle mil besos y abrazos a la bota de vino, se la pasa a Sancho: 
"… el cual, empinándola, puesta a la boca, estuvo mirando las estrellas un cuarto de hora, y en acabando de beber dejó caer la cabeza a un lado, y dando un gran suspiro” dijo:
-¡Oh hideputa, bellaco, y cómo es católico!
-¿Veis ahí –dijo el del Bosque en oyendo el “hideputa” de Sancho –como habéis alabado este vino llamándole “hideputa”?
- Digo –respondió Sancho- que confieso que conozco que no es deshonra llamar “hijo de puta” a nadie cuando cae debajo del entendimiento de alabarle. Pero dígame, señor, por el siglo de lo que más quiere: ¿este vino es de Ciudad Real?
-¡Bravo mojón! –respondió el del Bosque-. En verdad que no es de otra parte y que tiene algunos años de ancianidad." (Parte II, Cap. XIII) 
Pero, además de en El Quijote, Cervantes glorificó el vino de Ciudad Real en el Coloquio de los perros, en El Licenciado Vidriera, y en la comedia La gran sultana, doña Catalina de Oviedo.
 Otro gran vino español de los siglos XVI y XVII, aplaudido por Cervantes, y el primero que tuvo el honor de viajar a América, fue el vino de Guadalcanal (localidad entonces perteneciente a Extremadura y hoy a la provincia de Sevilla, de cuyos vinos los clásicos castellanos nos proporcionan abundantísimas noticias). De Guadalcanal era, por ejemplo, el que la vieja Pipota, de la novela ejemplar Rinconete y Cortadillo, trasegaba por azumbres en la casa de Monipodio.
El vino de Guadalcanal se consumía casi en su totalidad en la capital sevillana, siendo raro encontrarlo en Madrid, donde está documentado que no comenzó a venderse hasta 1619, tres años después de la muerte del insigne escritor, cuando un grupo de bodegueros de la localidad presentó muestras de sus productos en la corte.
Con todo, los más celebrados y consumidos vinos andaluces del Siglo de Oro fueron, sin duda, los de las localidades de Alanís y Cazalla de la Sierra, ambos ensalzados por don Miguel en La entretenida y en  El Licenciado Vidriera. Especialmente gozaba de buena consideración y general estima el de Cazalla, que junto con el de Guadalcanal, era el vino habitualmente servido en las tabernas de Sevilla.
Bebería también Cervantes, en los largos períodos que pasó viajando de un lado a otro de Andalucía, otros vinos ilustres y generosos de aquella región, como el de Lucena (Córdoba), considerado por el bachiller Trapaza “lo más afamado de la Andalucía”, o los también cordobeses de Luque y Rute, este último referenciado en La gran sultana, doña Catalina de Oviedo; sin olvidar los jienenses de Úbeda y Baeza, ciudades en las que el autor de El Quijote hizo requisa de trigo y aceite para las galeras de la Armada española.
 El “zumo de Manzanilla” es mencionado por el novelista en El rufián dichoso, y el de Jerez, que por aquel entonces se embarcaba casi en su totalidad con destino a Inglaterra, por lo que fue a Shakespeare y a Marlowe a quienes correspondieron las más encendidas loas al “oro potable”, aparece de pasada en La entretenida. No hemos encontrado, sin embargo, referencia cervantina alguna al muy renombrado Pedro Jiménez de Málaga, uno de los vinos más afamados de España, que aparece en incontables obras literarias de la época; y ¡mira que nos extraña!
 El vino valenciano de Torrente tiene su rincón de gloria igualmente en La entretenida, y el orensano de Ribadavia, que fue como la leche que mamó el pícaro gallego Estebanillo González, es enaltecido por Cervantes en el Coloquio de los perros y en El Licenciado Vidriera, novela ejemplar esta última en la que también figuran en el cuadro de honor trazado por su autor otros vinos hispanos, como son los castellano-leoneses de Alaejos, Madrigal y Coca, el manchego de La Membrilla, y el cacereño de Descargamaría, además de los vinos italianos predilectos del viejo soldado y escritor (no olvidemos que el futuro autor de El Quijote pasó en Italia buena parte de su juventud, exactamente entre 1569 y 1575), como fueron el Treviano, el Monte Frascón, el Asperino, el Chianti (Chéntola) y la Garnacha (aunque este último, más que un vino era una especie de cocktail o vermú), y, finalmente, dos vinos griegos: el Soma y el Candía.
 No dedica Cervantes a otros grandes vinos del momento la atención que podrían merecer, digamos que se los deja en el tintero, por razones que podemos entender, o no. El primero de ellos, sin duda, el “precioso y fino” vino de Toro, en palabras de Rodríguez de Ardila. El rico vino zamorano, blanco y tinto -que de las dos formas se vinificaba, contra lo que algunos que identifican los vinos de Toro exclusivamente con el color rubí pudieran pensar- era, según al Arcipreste de Hita, el licor regalado que las monjas daban a beber a aquellos que querían bien, lo que no es poco decir; y en los días de Cervantes fue, después del de San Martín, el que más atención mereció por parte de los poetas. Cervantes sin duda lo bebió, al menos en Valladolid, pero no nos dejó “nota de cata”.
 Tampoco son mencionados en la obra cervantina los reputados tintos madrileños de Valdemoro y Arganda, que llegaron a abastecer al Real Palacio, ni los blancos vallisoletanos de La Nava y Medina del Campo, filtrados con arcilla, ni el abulense de Cebreros, o los acreditados claretes “ojo de gallo” de las localidades toledanas de Orgaz y Ajofrín.
 De entre los vinos de Toledo, por cierto, siempre se tuvieron por los mejores los muy afamados blancos de Yepes y Ocaña ("dos villas de donde el vino / hace perder el camino / bodegas nobles de España", en los encendidos versos de Tirso de Molina); pues bien, el de Yepes es otro de los vinos olvidados por el genio de las letras, y al de Ocaña, solo le dedica el autor una mención indirecta en La entretenida, al poner el nombre de “Ocaña” a uno de los personajes de la comedia, harto amigo del vino. En todo caso, no sería muy arriesgado suponer que Cervantes trataba poco con otros vinos toledanos fuera de los familiares de Esquivias.
 Por lo demás, decir que de su vida y obra deducimos que el autor de El Quijote era un buen entendedor en la materia enológica, que se privaba más por los vinos añejos que por los jóvenes, lo que en aquellos días era señal de distinción, que le gustaba beber a grandes gróalos, como a Cunqueiro (¿será signo de fabuladores?), que no trataba con mistelas, moscateles, y otros vinos ordinarios de poca calidad, que conocía que los vinos generosos mejoraban cuando eran trasegados por mar, debido no al oleaje, sino a los efectos benéficos de la madera de la barrica en la que viajaban (procedimiento involuntario de crianza), lo que se expresa en El Persiles; y que procuraba tener el vino refrescado a una temperara apropiada para una saludable y placentera degustación.
Y, si hemos comenzado por decir que creemos que Cervantes fue, además, un aventajado catador ¿qué mejor manera de concluir este capítulo, que reproduciendo la divertida anécdota que cuenta Sancho de aquellos famosos "mojones" de su estirpe y ralea, de los que heredó el olfato?
“¿No será bueno, señor escudero, que tenga yo un instinto tan grande y tan natural en esto de conocer vinos, que, en dándome a oler cualquiera, acierto la patria, el linaje, el sabor y la dura y las vueltas que ha de dar, con todas las circunstancias al vino atañederas? Pero no hay de qué maravillarse, si tuve en mi linaje por parte de mi padre los dos más excelentes mojones que en luengos años conoció La Mancha, para prueba de lo cual les sucedió lo que ahora diré. Diéronles a los dos a probar del vino de una cuba, pidiéndoles su parecer del estado, cualidad, bondad o malicia del vino. El uno lo probó con la punta de la lengua; el otro no hizo más que llegarlo a las narices. El primero dijo que aquel vino sabía a hierro; el segundo dijo que más sabía a cordobán. El dueño dijo que la cuba estaba limpia y que tal vino no había tenido adobo alguno por donde hubiese tomado sabor de hierro ni de cordobán. Con todo eso, los dos famosos mojones se afirmaron en lo que habían dicho. Anduvo el tiempo, vendióse el vino, y al limpiar de la cuba hallaron en ella una llave pequeña, pendiente de una correa de cordobán. Porque vea vuestra merced si quien viene desta ralea podrá dar su parecer en semejantes causas." (Parte II, Cap. XIII)

Autor: Pedro Plasencia

sábado, 16 de julio de 2016

Relatos de Caza a la luz del candil 1

Vida, obra y milagros de una excepcional perra de caza

Quiero hacer un homenaje con varias entradas en este blog al entrañable maestro D. José F. Titos Alfaro, por su intuitivo respeto a la naturaleza y que tanto le debemos nuestra generación de Guadalcanalenses.

A mi hija Pepita Adoración, que tanto cariño mostró siempre por los animales, y, en especial, por su preciosa perrita "Tina", esta humilde Historia que, precisamente, cuenta La Vida de uno de estos tan hogareños y entrañables amigos del hombre: Mi “DIANA”, una perra de caza de la raza “bracco alemán”.

MIS PRIMEROS CONTACTOS CON "EL CAPITÁN PÁEZ" (1)

Conocí al Capitán Páez en Guadalcanal. Un primoroso y acogedor pueblo de La Sierra Norte de Sevilla este Guadalcanal. Fue allá por la década de "los sesenta", si bien ya algo "espigadilla" la tal década. Por aquellos entonces, yo había sido destinado a este luminoso pueblo, como "propietario definitivo" - mi primer destino como tal - a una de aquellas Escuelas Unitarias que, dicho sea de paso, estaban dando sus últimos coletazos de camino a Los Grupos Escolares de la E.G.B. Páez, por su parte, - unos años mayor que yo, pero también bastante joven –estaba enrolado, como Capitán, en La Legión en Igni, Provincia Española, por aquellos años..
Cada año, como visceral cazador que era este militar, soñaba con la apertura de "La Veda" como en un "santo advenimiento", para solicitar su correspondiente y reglamentario permiso y, con él en el bolsillo, acudir a ese paraíso de Caza Menor que siempre fue Guadalcanal, para gozar, escopeta en ristre, patrullando bancales, eriazos, lindazos y jarales, en busca de los "caramonos", de las "gitanonas" y, en especial, de las "patirrojas".
Aún vivía en él, no obstante, el único hermano de su esposa, por lo que para sus vacaciones cinegéticas, tenía más que asegurado, no ya un cómodo hospedaje en su sentido más académico, sino todo un cálido hogar, que, en este caso, lo sería en su sentido más humano. Páez, además, era hijo de este blanco y luminoso pueblo de Sierra Morena, y aunque desarraigado, físicamente, de él, tiempo hacía ya, junto a su más allegada familia, siempre vibró con entusiasmo, dentro de su corazón de hijo agradecido y, por supuesto, bien nacido, ese innato sentimiento de amor y gratitud al pueblo que le viera nacer, sintiéndose, asimismo, orgulloso de que, en él, vieron la primera luz también, hombres tan ilustres como el audaz y aguerrido marinero Ortega Valencia, descubridor de una remota Isla, allá perdida en medio del Pacífico, hoy tan famosa por el histórico evento de una de las más famosas batallas de la Segunda Guerra Mundial, y a la que, en honor a su pueblo, la llamó "Guadalcanal"; o como, por ejemplo también, el insigne dramaturgo y político de altos vuelos, Adelardo López de Ayala, o el excelente poeta de nuestros días Andrés Mirón, (q. p. d.) amén de otros muchos muy ilustres hombres, siendo todos ellos honor y orgullo de Andalucía y - ¿cómo no? - de España toda.
José María, que así se llamaba el aludido guadalcalanense, se hospedaba – repetimos – en casa de una de sus hermanas, cuyo esposa era panadero y molinero por más señas, el que, desde el primer día, prácticamente, en que yo me personara en mi Escuela, para empezar a ejercer mi bendita vocación de Maestro, que no sólo excelsa profesión, con su afabilidad y simpatía de buen vecino, dio pie a que, rápidamente, comenzara a nacer una gran amistad entre nosotros, pues tanto la Tahona como el Molino, en los que, a su vez, tenía su hogar, se encontraban colindantes a mi Escuela, y en algún que otro recreo escolar, - que lo era en plena calle - solía salir el buen hombre en busca de mi compañía, para echar un cigarrillo, al tiempo que se tomaba un pequeño respiro en su arduo trabajo, a una con el que, tanto mis alumnos como yo, nos estábamos tomando en el nuestro.
Llevaba pues todas las papeletas para cruzarme en el camino del Capitán Páez, totalmente descocido por mí. Eso por una parte, pero es que, por otra, El Capitán y yo también compartíamos todos los números de la rifa, para iniciar una sincera y fraternal amistad, así como para poderla, no ya mantener, sino reactivar en nuestros posteriores encuentros de un año para otro, ya que nuestra amistosa unión quedaría sellada por el indisoluble y sugestivo lazo de nuestra común pasión por la caza, así como por nuestro también común amor a la Naturaleza.
Ya en nuestro primer encuentro, nos confidenciaríamos, mutuamente, estas nuestras aficiones sin reticencias ni estafas, y sí, por contra, en su más espléndida desnudez. Y así – como bien digo - siendo yo un apasionado a La Caza Menor, en especial, él también lo era, y como para él, también era para mí esta intrigante afición a la escopeta, algo así como un rito, casi como una religión, y es que venerable era la devoción que le profesábamos.
Pero es que además y un tanto al margen de cuanto vengo diciendo, desde muy pronto, me fui dando cuenta de que Miguel - que éste era el nombre de pila del Capitán - era un hombre con mucho talento y, sobretodo, profundamente humano. Era, incluso, en su proceder cotidiano y hasta en los detalles más insignificantes, de una ponderación tal, que llegaba hasta impresionar. Hasta en su endémica seriedad, casi rayana a la adustez y férrea disciplina militar, este hombre resultaba, sorprendentemente, elegante. El Capitán Páez, en definitiva, era una excelente persona. Terminé por sentirme muy orgulloso de que me contara entre sus amigos, así como por poderle contar yo también entre los míos.
Quede pues todo lo referido como un homenaje de gratitud y afecto a tan singular amigo, y, al mismo tiempo, como circunstancial prólogo de la Historia que nos proponemos contar, puesto que en este excepcional hombre, precisamente, tiene sus raíces.
Yo, debido a mis sacrosantas devociones escolares, que no obligaciones a secas, sólo podía gozar de mis cinegéticas recreos, obviamente, los Domingos y Fiestas de guardar, con permiso siempre además, por supuesto que sí, de los agentes atmosféricos, pues durante el Otoño y el Invierno - tiempos de la cacería - solían presentarse días por esas sierras en que los vendavales y nubarrones muy capaces eran de poner patas arriba a todo un mastodonte de mil demonios. No fue el caso de aquel feliz Domingo de finales de Octubre – primera de nuestras salidas a campo con la escopeta en amistad y compañía - pues hizo un día realmente espléndido, sabiendo que calificar de "espléndido" a un día en estas Sierras de Andalucía, significa que la luz y el color se desbordaban a raudales por doquier, esto es, por todo su cielo y por todos sus horizontes y lontananzas.
Ese radiante Domingo.- Reitero.- era la primera vez que salía de cacería en compañía del Capitán. Nuestra incipiente amistad comenzaba a echar raíces, y quise sorprenderle con invitarlo a "un cazadero" de lujo.
Eran los tiempos en los que los grandes terratenientes del lugar veían cómo sus fincas caían, imparablemente, en picado, debido a la filoxera, a la peste africana, a los sueldos por las nubes y, por el contrario, los precios por los mismos suelos, a las hipotecas, a los impuestos y, sobre todo, a la pertinaz sequía, que venía castigándonos a todos en demasía, desde hacía unos años ya, así como "a los dos mil y un envenenados rayos más que "achicharraran" a Satanás", según solía decir el irrepetible Don Paco. Y fue entonces cuando empezaron a vislumbrar la salvación que, de forma tan providencial, se les empezó a ofrecer con el "boom" en que comenzaba a explosionar la cacería y en los muy altos precios que tomaban, en especial, las perdices en los ojeos comerciales.
Providencial salvación esta a la que comenzaron a asirse unos y otros con las premuras del que en ello les va la vida, y así comenzaron a nacer cotos y más cotos, en los que las pesetas, sorprendentemente, seguirían cayendo del cielo como en otrora, pero ya no en forma de lluvia, sino en forma de perdices abatidas por las escopetas de los más potentados cazadores, económicamente hablando, claro, como eran los del poderoso mundo de los bancos, los de las más famosas y prósperas empresas y de los más grandes complejos financieros, e, incluso, colándose entre estos también como de rondones, afamados hombres de las Artes, de las Ciencias, del Deporte y hasta de la Política.
Uno de estos cotos, en los que Guadalcanal fuera líder y modelo, fue el que yo consiguiera para aquel luminoso Domingo de Octubre, poniendo, por cierto, en un verdadero aprieto a su propietario que, por tener una deuda conmigo por cierto favor, que no viene ahora al caso, me tenía dicho que si, algún día, deseaba hacer una escapadilla al Coto, que allí lo tenía a mi entera disposición. Estaba totalmente seguro, aunque sólo fuera por aquello de que "entre calé y calé no cabe la buenaventura", de que aquel su ofrecimiento era sólo de "boquilla", pero, en fin, a los pocos días, pensando en "el alegrón" que, con ello, le podía dar a mi nuevo amigo El Capitán Páez, hice que me lo había creído y, haciendo, asimismo, de tripas corazón, me presenté, como he dicho, al no mucho tiempo de su promesa, ante "el cotista" de marras con mi solicitud en los labios, recordándole su ofrecimiento El permiso, aunque claramente "a la trágala", se me concedió, sin estar exento, por otra parte, de todo un mar de condiciones. A saber: El tal permiso era totalmente intransferible. Sólo para mí y para un sólo acompañante, con nombre y apellidos. Que no podíamos comenzar a cazar antes de que se presentara "el Jurado," para indicarnos la zona, cuyas lindes había que respetar, de todas a todas, y que, asimismo, una vez terminada la cacería, no podríamos salir del coto, sin que el Guarda nos contara las piezas abatidas, aunque en esta ocasión y por especial deferencia hacia mi persona, no tuviéramos que abonarlas. Que no tenía ni que recordarme que sólo "a lana", o sea, sólo a liebres y a conejos, puesto que las perdices, como bien sabía yo, eran sagradas y, como tales, intocables. Que...
Con todo y con ello, "el peazo alegrón", que no una simple alegría que, con el tal permiso en el bolsillo, le diera a mi electo acompañante, fue de las de "no te menees", pues si bien no la exteriorizó de forma claramente manifiesta, por aquello de su consustancial seriedad y comedida sobriedad, yo tenía la total y absoluta certeza de que, por dentro, estaría saltando como un gitanillo con unas alpargatas nuevas. Fue, exactamente, lo que sucedió, pues cuando el Sábado, a esto del atardecer, nos reunimos en El Casino, para programar nuestra cacería del Domingo, pude ver cómo El Capitán, sin grandes aspavientos, cierto que sí, se transfiguraba de súbito ante mi noticia a guisa como lo hiciera Cristo en el Monte Tabor, con perdón.
Quedamos en que le esperaba en casa a los primeros cantos de los gallos, pues a pesar de que "el cazadero" no se encontraba a demasiado distancia y de que iríamos en mi "Lanzallamas" - que es como el bueno de "Pituto" me bautizara a aquel "Seitas", que me costara pagarlo sangre, sudor y lágrimas - no queríamos perdernos ni un solo minuto en tan propicio día. Sabíamos además que allí había conejos y liebres "como por un tubo," y que los morrales, al no mucho tiempo de comenzar a cazar, los podríamos tener a tope, pero es que además, en esta tan excepcional correría cinegética, puesto que grandes amantes de la Naturaleza éramos también    -como ya he dejado apuntado por ahí - llevábamos en el alma la adjunta avaricia, tan grande o más que la de nuestros posibles lances cinegéticos, de no dejar escapar ni un instante, ya desde el mismo amanecer, en poder gozar de los bellísimos parajes que rodeaban La Ermita de La Santa Patrona de Guadalcanal, “La Santísima Virgen de Guaditoca”, lugar de nuestro destino. Quedamos, asimismo, en llevarnos sólo a mi "Judit", una podenquilla esta, canela y lucera, que era toda una divinidad, sobretodo, echando conejos a la escopeta, y no sólo rastreando el tomillar y el monte bajo, sino perdiéndose gateando bajo las más espesas junqueras y los más enmarañados y prietos zarzales, si es que, en otras prestaciones caceriles, no se mostraba tan solícita y avezada.
Por la abundancia de caza, nos bastaría con ella. Después podríamos comprobar que hasta nos sobraría.
En efecto, a las primeras claras del Domingo, ya estaba yo preparándome en casa a la espera de mi acompañante.
Cuando llegó lo tenía todo, prácticamente, a punto - sólo me
quedaba atarme los borceguíes - y en ello estaba, cuando sentí, levemente, colarse por la puerta de casa, cual mañoso y furtivo ladrón, pues le había dejado dicho que le dejaría la puerta entornada, para que no tuviera que usar el picaporte a horas tan tempranas, no fuera a despertar a mi Rafael, que con sólo unos meses de edad, debería estar durmiendo en su cuna, sonrosado y angelical como un querubín, bajo la atenta y maternal vigilancia - ¿cómo no?- de su amorosísima y celosa madre.
Como el que va pisando sobre algodones, se fue en mi busca y, después de musitarme el saludo de rigor, esperó a que terminara mi faena, contemplando un bonito canario bronceado, que comenzaba a dar señales de vida, después del largo sueño de la noche, allá en su jaula, adosada a la pared, justamente, por encima de donde yo me encontraba atándome las botas, en tanto que, con una muy significativa mímica, me daba a entender que era toda una momería de pajarín y que le encantaba, y entonces yo ni me lo pensé, me incorporé y con palabras quedas también y sobre la marcha, le dije que, cuando volviéramos de la cacería, se lo podía llevar, jaula incluida. Que no se preocupara, porque tenía repuesto. Que, incluso, tenía anidando dos parejas allá en el corral, en una espléndida canariera, al amparo de la acogedora providencia de una parra. El Capitán se limitó a iluminar el rostro con no sabría describir qué sobrio gesto de complacencia y agradecimiento, y, de momento, así quedó la cosa.
Ya en La Ermita, un sol recién nacido y como asomándose pudoroso por entre los picachos perdidos de tan bravíos parajes, nos saludó radiante, aunque con la candidez y ternura de un infante. Sacando los bártulos del coche, se presentó "el Jurado" que, excediéndose en amabilidad, nos dio la bienvenida, dándonos a elegir, a renglón seguido, "el cazadero" entre varias zonas, si bien nos recomendó aquel más cercano, atravesado por un arroyo de verdegueantes y densas junqueras, y que pasaba lamiendo los muros de La Ermita en la que nos encontrábamos, no sólo por ser de pasos muy afables, sino por ser bastante querencioso para los conejos e, incluso, para las liebres. Nos recordó que, una vez concluida la cacería, le esperáramos allí mismo junto a La Ermita, para contabilizarnos las piezas abatidas, aunque no
tuviéramos que abonarlas, según le había dicho El Señorito. Y con un castizo "hasta más ver", nos deseó feliz día de cacería y se marchó.
Estudiamos la estrategia a seguir allí sobre el mismo terreno, y decidimos coger el arroyo, yendo a la par y cada uno por sendas márgenes, y con "La Judit" por medio. Las muchas escarbaduras en sus "clareos" y terrenos aledaños, así como la abundancia de "echíos" y otros muchos rastros, nos evidenciaban que lo que el Guarda terminaba de decirnos, era totalmente cierto.
En efecto, nuestra cacería, ya en sus primeros pasos, empezó viento en popa y a toda vela, y hasta tal punto que, al poco, concertamos ir seleccionando los lances más difíciles, llegando a permitirnos el lujo, incluso, de pasar como de puntillas junto alguna que otra liebre encamada, para no levantarla de su cómodo cubil, y es que - y en "buenahora" lo digamos -para nosotros, en la cacería, siempre primó bastante más la calidad de los lances, que la cantidad de piezas abatidas. Para nosotros la cacería – gracias sean dadas a Dios - sólo era una diversión, que no una necesidad como en aquellos otrora lo era para muchos padres de familia de bolsillos de una muy penosa penuria.
Claro que, por otra parte y porque todo hay que decirlo, también tuvimos que sufrir lo nuestro, viendo cómo las perdices se nos "arrancaban a huevo", teniéndonos que conformar con el simulacro de encararnos la escopeta, para que todo quedara en el fantasioso e iluso sueño de un disparo, y a todo esto, luchando con la incontenible tentación de apretar el gatillo, pues siendo hombres de palabra, como indiscutiblemente lo éramos, bien sabíamos que, además de la prohibición expresa del Señorito sobre las patirrojas, se había dejado caer también, que si éramos vencidos por alguna tentación, preferiría que lo fuera por la de matarle una oveja o, incluso, una vaca, antes que una perdiz.
Muchos y muy bellos lances podría contar de tan inolvidable día de cacería, pero me voy a limitar sólo a uno que, por extraño e insólito, bien pudiera tomarse como una de esas fantasías que, con más frecuencia de lo que sería de desear, suelen aflorar en la boca de algún que otro escopetero, y que ha llevado a la gente a atrochar por medio, tildando a todos los cazadores, sin distinción, de ser los más mentirosos de cuantos en el mundo han sido y serán.
Vimos una liebre que gazapeaba con pasmosa parsimonia por allá, a media costera de una loma apenas mateada. La distancia para el disparo de cualquier escopeta era, a simple vista, inalcanzable. Imposible de todas a todas. La distancia no la podía saber exactamente, pero calculé muy así por encima, que bastante más de cien metros, sin duda alguna.
-¿Qué vas a hacer?.- Repenticé sorprendido, al ver al Capitán apretándose la culata de la escopeta contra el hombro y acomodando la cara a ella, al tiempo que apuntaba inmóvil y como calculando la distancia, a la que tan lejana gazapeaba.
-Voy a ver el alcance del caño izquierdo con munición del cinco.- Le oí susurrar, sin dejar de acomodarse la del doce y en vibrante tensión
-!Imposible! !Qué disparate!.- Exclamé incontenible.
No me dio tiempo a decir nada más, pues el disparo sonó, yéndoseme los ojos, instintivamente, a la lejana liebre que, aunque totalmente ajena al tiro, hizo, sin embargo, una extraña y leve “mojiganga”, y sin cambiar de rumbo, continuó con su parsimonioso gazapeo, hacia la planicie, que arrancaba de la base de la loma que ella llevaba y la que clareaba entre algún que otro desperdigado y solitario matojo, por lo que, al encontrarse tan despejada, pudimos seguirla con la vista, si bien con la mano de visera, hasta que la pudimos ver detener su tranquilo paseo junto a uno de aquellas solitarios tomillos. Esperamos a ver si seguía su camino, y viendo que se hacía esperar en demasía, pensamos que se había encamado al amparo del matojo. Sin perder la referencia y por pura curiosidad, nos fuimos acercando hasta que, una vez que la tuvimos a tiro, pudimos verla junto al tomillo como encamada. Intentamos arrancarla "hucheándola", pero, viendo que no respondía, comenzamos a tirarle unas piedrecitas, no sin antes echarnos una amigable apuesta, para ver quién de los dos la podía abatir una vez que estuviera en plena carrera. "Pero que si quieres arroz, Catalina", porque la "orejona", al parecer, tan cómoda y feliz
debía encontrarse allí encamada, que ni aunque le hubiese caído al lado El Everest. Por fin, llegamos hasta ella, y claro que se encontraba cómoda y feliz allí como encamada, y tanto, que hasta estaba dispuesta a quedarse allí por los siglos de los siglos, amén. El lejanísimo disparo del legionario, ante su propio asombro y, aún más ante el mío, la había matado.
Quede pues aquí en esta especie crónica, como extraña anécdota y como botón de muestra de aquellas mis primeras correrías cinegéticas con el que llegaría a ser uno de mis mejores amigos, El Capitán Páez, y volemos al día de vísperas de la apertura de La Veda del siguiente año, que es donde realmente se encuentra el punto de arranque de la Historia de aquella excepcional bracca alemana, que es a lo que, en definitiva, estamos comprometidos. Comencemos pues con
nuestra Historia, deseando de todo corazón que nuestros lectores que gocen tanto en su lectura, como en escribirla he gozado yo.

Vida, Obras y Milagros de una Excepcional Perra de Caza

©José Fernando Titos Alfaro Nº Expediente: SE-1091 -12